domingo, 12 de agosto de 2012

El Alcalde.


Mi abuelo también fue picador.

En los últimos años de su vida nos contó a los nietos que en su pueblo hubo años realmente serios, en los cuales muchos de sus paisanos pasaron verdaderas necesidades. La falta de trabajo llevó a familias enteras a pasar por momentos muy duros, en los que poder salir adelante, o incluso el poder comer una vez al día, aunque fuera una triste sopa de ajo, era harto difícil.
Mi abuelo, aunque un poco canalla, tenía un gran corazón. Era un hombre que no podía ver una situación difícil y quedarse con los brazos cruzados; y más aún, aquellas cuyas circunstancias de la vida llevaban a situaciones totalmente desesperantes le quitaban el sueño, y no paraba hasta haber intentado, con todas sus fuerzas, resolverlas de una forma u otra. Era canalla, pero era mi abuelo, y tenía un corazón que no le cabía en el pecho (mi abuela también tenía un gran corazón, pero como tenía dos pechos, aunque un poco justo, sí le cabía).
Mi abuelo (segundo picador del famoso torero Antoñito “El Cojo”) y su cuadrilla de amigos : Froilan “ El Comeostias”, Luis “El Pitxote”, Pedrito “El Sortudo”, Olegario “El Flaco”, Ramón “El Susórdenes” y Jacinto “El Duermesentao”, se reunieron una tarde en el “Bar Bero”; y mientras tomaban un porrón de vino – seis o siete vinos cada uno, vamos…un porrón- tomaron la determinación de que tenían que hacer algo para la paliar la difícil situación de sus convecinos.
Decidieron pedir ayuda a las autoridades municipales, y solicitaron cita para hablar con el alcalde del pueblo; por ver si este, dado el poder que en aquellos años tenían los alcaldes, podía echar una mano.
No les fue fácil, ya que siempre estaba ocupado: -Está velando por el bienestar del pueblo-.Era la respuesta que conseguían a su solicitud.
Pero mi abuelo –que a cabezón no le ganaba nadie-, a base de presentarse diariamente a la hora justa de tomar el “vermut” en la puerta del ayuntamiento, consiguió audiencia.
El alcalde del pueblo en aquella época era Exabrupto Sánchez “El Bordillo” -apodado así, porque parecía que siempre estaba un palmo por encima de los demás; vamos, a la altura de un bordillo-
Mi abuelo nos contaba que era un tipo raro, ya que a su manía de ir siempre abrigado con una especie de bufanda de tela a rayas -que Exabrupto llamaba “palestino”, pero que mi abuelo sostenía que era ropa de “manforitas”-, añadía a sus rarezas el tener en su despacho un marco con una fotografía de Francisco Franco ( obligatoria en aquellos años) con boina, barba mal recortada, pelo largo, y fumándose un puro; y la bandera nacional a la que había pintado una de las franjas de color rojo con pintura morada. ¡Si que era raro “El Bordillo”, sí!
En dicha reunión se determinó que todos los vecinos del pueblo -aquellos que pudieran, claro-, aportaran alimentos para cubrir las necesidades básicas de los afectados por la situación. El alcalde puso alguna reticencia, pero mi abuelo lo convenció recordándole, que al ser su oficio el de picador, se daba muy buena maña en clavar la “puya” en el lomo de los toros más bravos.
La aportación se realizaría el primer domingo del mes siguiente. El lugar para realizarla sería la Plaza del pueblo. Se colocaron pasquines en todas las calles del pueblo anunciando el evento; e incluso Pristilo “El Bocas” (pregonero del pueblo) proclamó un bando municipal durante toda la semana, para que nadie pudiera hacerse el sordo ante la llamada solidaria.
El domingo acordado amaneció claro y luminoso, y no tardaron en llegar a la Plaza los primeros samaritanos, llevando cada cual cestas llenas de productos. La Plaza estaba rodeada por un pequeño murete de piedra que era utilizado para sentarse, los días en que los vecinos se acercaban a ella para pasar unas horas de descanso y tertulia.
Las aportaciones que iban llegando eran colocadas en dicho murete, y a partir de ese día fue conocido como “El Banco de Alimentos”.
Una fotografía muestra el momento cumbre de aquella muestra de solidaridad.
La Plaza está abarrotada de hombres, mujeres y niños con cestas, capazos y cajas en las manos. Muchos más recipientes, repletos de comida, aparecen sobre “ El Banco de Alimentos”.
En el centro se puede ver al alcalde, “El Bordillo”, con media docena de jamones a sus pies.
Detrás de él, Gumersindo “El Lentejas” (dueño de la única tienda de ultramarinos del pueblo) parece estar pidiéndole explicaciones.
Mi abuelo está en el centro con los brazos en “jarras”.
El Alcalde está llevándose una mano a la cara, y en esta se puede apreciar el salivazo que mi abuelo le ha lanzado.
Detrás con la difícil caligrafía de mi abuelo: “El Bordillo” se había llevado sin pagar los jamones de la tienda de “El Lentejas” diciéndole que se los expropiaba para el pueblo.
La Caridad se realiza con lo tuyo, no con lo de los demás.
Al ser su primer nieto me dejó la foto como recuerdo.
Guardo esa fotografía con mucho cariño, y siempre que escucho a Víctor Manuel me acuerdo de ella.

Sí, mi abuelo también fue picador.



jueves, 9 de agosto de 2012

Fuegos fatuos.


Fuegos fatuos.
Cuenta la leyenda que sobre las tumbas pueden verse, especialmente en noches cerradas, las almas de los difuntos elevarse en forma de humeantes luces verdes. A ese inquietante resplandor le llaman fuego fatuo, sin que alcance a entender el porqué del adjetivo. Nunca vi uno, pero sean espíritus o el fósforo de los huesos de aquellos que nos dejaron, me pareció una buena introducción para este breve relato.
A la impresionable edad de 9 ó 10 años, todo lo relacionado con muertos que salen de sus tumbas, espíritus errantes, ánimas vagando en pena y espacios dedicados al descanso eterno ofrece una atracción especial. Y en aquellos veranos interminables en un pueblo de Castilla, sin más preocupación que el manido “qué hacemos hoy”, la propuesta de los mayores del grupo (sinónimo de adolescentes de 15 años) de visitar el cementerio recién comenzada la noche se antojaba, cuando menos, emocionante. 
Buen momento sería para demostrar cada cual su hombría, si es que el interesado tenía en el punto de mira a alguna moza. Por mi parte, aun me llamaba más la atención jugar a cualquier tontería con mis amigos, y para más inri el maldito azar había determinado que en mi franja de edad todos lucieramos cromosomas XY. Sin embargo, aquello suponía un desafío personal. 
Fuera cual fuese la intensidad de la motivación, la gesta se medía en tres niveles de valentía:
1. El más pobre, algo así como “marica de piscina”, si te quedabas a 20 metros de la tapia del camposanto, sin abandonar el camino de caliza y cantos rodados. Era el más común, quizá por no montar una aglomeración junto a la pared de adobe y encabronar al Más Allá. 
2. Machote pero sin llegar a tirar cohetes. Consistía en acercarte a la zona sombría, pues la luna llena vestía sus mejores galas aquella noche, y tocar la tapia, para acto seguido salir cagando leches como alma que lleva el Diablo.
3. Nivel descerebrado desinhibido, que suponía saltar la verja de la entrada y pasearte entre sepulturas. No vi a nadie hacerlo, aunque sé de otras ocasiones en que se superó aquel listón. Más que valentía creo que indicaba que las lecciones de religión del colegio nunca llegaron a su destino. O sencillamente que eras un poco imbécil. 
Al tema. Todos en comandita, salimos del pueblo sin informar a padres. La aproximación se realizaría desde el camino bajo, en la pequeña era opuesta a la Cañada. Dejamos nuestras bicis presas de la excitación, entre los montículos de cebada esperando su traslado. Seríamos 15 personas, y fruto del miedo inconfesable, nos agarrábamos las manos en grupos pequeños mientras la risa floja generalizada funcionaba de banda sonora. Los comentarios jocosos y chulescos también ayudaban a seguir, pero sobre todo la compañía. Tras un primer tramo cuesta arriba sin incidentes, el más empinado, los cipreses comenzaban a asomar sobre el cambio de rasante. Al fondo, la luna, perpleja ante toda esa chiquillería envalentonada. Al avanzar un poco más, nuestras pupilas se dilataron aún más si cabe, al observar en el lado derecho del sendero, contrario al del cementerio y unos 50 metros delante del mismo, una cruz de un metro de altura clavada en el suelo. Eso no estaba en las instrucciones, y la cara de estupor de todos los allí presentes merecía haberse retratado en una foto para la posteridad. 
Pero qué leches, para chulo, chulo… mi pirulo (me niego a recordar al poeta de Telecinco). Todos a una hacia el lugar sagrado, sin temblar más de lo necesario para no perder estatus en la pandilla. Pasito a pasito, no pasaron más que escasos segundos hasta que uno de los miembros de la expedición soltó un grito que rompió el silencio recién estrenado. Acto seguido, salió corriendo cuesta abajo y el resto seguimos su estela presos de un ataque imprevisto de cagalera, hasta llegar casi a la base de operaciones cargada de cereales.
En ese momento todos rodeamos al que no había alcanzado ni la categoría deshonrosa de “marica de piscina”, y lo abordamos a preguntas sobre qué había sucedido para desatar su imprevista reacción. El susodicho respondió, entre jadeos, que una intensa luz blanca que partió de la base de la solitaria cruz lo había sorprendido. Podíamos dudar, pero su gesto no sugería fantasía alguna. A esto los mayores del grupo aportaban su granito de arena asegurando que ellos también la habían visto. No estábamos para elucubrar si era o no cierto, y el grupo de excursionistas tomó aire y se dispuso a reanudar la marcha, otra vez desde el principio. En aquel momento el cementerio no era más que un elemento decorativo, que acompañaba a la siniestra cruz de propiedad desconocida. Todos fijábamos la mirada a la cuneta derecha del camino mientras trepábamos más agarrados que minchas. No superamos muchos metros respecto al intento previo, cuando otro compañero aulló y dio pie a otro retroceso masivo del grupo. La misma pamplina pensé yo, sin atreverme a dudar en público ante tanta aseveración de los adolescentes que nos guiaban. Vuelta al camino y la misma historia. No recuerdo el número de veces que subimos y bajamos aquella cuesta ante la presencia de los maderos entrelazados. Y si reconoceré que en una de las ocasiones la luz se apareció a un servidor.
El desafío hace la fuerza, y poco a poco nos aproximábamos más a la cruz y al olvidado cementerio. Y cuando más emocionante discurría el asunto, la magia se quebró al surgir de un pequeño montículo muy próximo a la tumba extraviada, dos figuras envueltas en sendas sábanas y ululando entre carcajadas. El miedo se desvaneció al observar, bajo el efecto traicionero de la luz de la luna, la silueta dibujada al detalle de dos primos segundos por parte de mi madre, rematando sin éxito la faena de asustar a la manada de críos. 
A partir de aquel momento, no hubo más miedo a nada, voló el temor al más allá y fuimos varios los que tocamos, sin perder el respeto, la tapia del cementerio. 
Guardo aquel recuerdo con nostalgia, el de una estupenda noche de verano. 
NOTA: los simpáticos adolescentes, compinchados para atemorizarnos, encontraron sin quererlo un impagable aliado en unos pedazos de espejo roto entre las piedras que sostenían la cruz de pega. El reflejo de la luna se encargó del resto. 


viernes, 3 de agosto de 2012

La broma.



 Mi abuelo también fue picador.
En los últimos años de su vida nos contó a los nietos que a pesar de ser un hombre tranquilo , aunque a veces le salía su lado canalla  -pero como era mi abuelo, era un lado altamente perdonable-, no podía soportar la maldad de las personas; y el ejemplo más claro era la inquina que le tenía a Angulo, apodado “Diverty Balance”, por su mala costumbre de apoyar el dedo pulgar en la balanza de la tienda de ultramarinos que regentaba, cuando te pesaba cuarto y mitad de pechuga de pavo viudo o muslos de gallina negra; y  su manía de divertirse gastando bromas -muy pesadas por cierto- a todo el que se cruzaba en su camino.
“Diverty Balance” había añadido muchas muescas a su revolver gastando bromas, y como estas habían sido realizadas en su mayoría a miembros de la cuadrilla de amigos de mi abuelo, él incluido, se la tenía jurada.
- Angulo, algún día te encontrarás con la horma de tu zapato –le había dicho en más de una ocasión mi abuelo-.
Varios ejemplos muestran la maldad que las bromas llevaban:
-         Olegario “El Flaco” tenía un burro al que quería como si fuera un hijo . Estaba orgulloso de él, ya que,  aparte de ser un animal dócil y trabajador, unía a esas cualidades la longitud de su miembro reproductor en momentos de excitación “burril”, que llegaba casi a arrastrar por el suelo, motivo por el cual Olegario le llamaba “ El Cincopies”, y proclamaba, tal como se puede presumir de un hijo: de tal palo tal astilla.

      No se le ocurrió otra cosa a “Diverty Balance” que, en el momento de mayor efusión amorosa del burro, atarle una traca de petardos valencianos y organizar una mascletá. A partir de entonces “El Cincopies” pasó a ser llamado “El Eunuco”.
-         A Froilán “El Comeostias” -párroco del pueblo- le cambió el vino por gasoil agrario, sólo dándose este cuenta en el momento de la consagración, el día de la Misa Mayor,  en las fiestas patronales.
-         A Luis “El Pitxote” le metió una víbora en el bote que este utilizaba para introducir su “pilila” para enseñársela a las mozas del pueblo a la voz de : Mira, mira, una anguila. Tuvo suerte Luis de que estuviera muerta, la víbora,digo,  que si no hubiera pasado a ingresar –junto con el burro- en el censo de eunucos del pueblo.
-         A Ramón “ El Susordenes”, sargento de la Guardia Civil, le cambió el tricornio por un sujetador de copa de la talla noventa ¡La vergüenza que pasó este, al ir a pedirle el permiso de conducir a un “guiri” que pasó por el pueblo, saltándose un “Stop” y tres “Ceda el paso”.
-         A Pedrito “ El Sortudo”, ciego y vendedor de la ONCE, le pagó un cupón dándole una hoja de ortiga, y encima reclamándole el cambio.
-         A “Paloma”, la cerda ibérica de mi abuelo -ganada a las cartas tras jugarse a mi abuela- la pintó con cal y betún, que más parecía una cebra que una “marrana”.
Pero la gota que colmo el vaso del aguante de mi abuelo fue cuando, armado con una llave inglesa, aflojó los tornillos de la silla de ruedas de Jacinto “El Duermesentao” momentos antes de que este descendiera por la Cuesta de Los Avellanos” con una pendiente media del veintiuno por ciento. El “ostión” que se metió fue de atestado tres meses en cuidados intensivos y otros tres de reposo en su cama.
Cuando todo hacía creer que “El Duermesentao” saldría adelante, y sin motivo aparente,  falleció una madrugada del mes de Octubre.
El Oficio fúnebre fue de cuerpo presente en la Iglesia parroquial al día siguiente, por la tarde. Esta estaba abarrotada, ya que asistieron todos los habitantes del pueblo, e incluso algún carterista de los alrededores se hizo presente para dar el pésame a los familiares y amigos, y aligerar de peso a los despistados.
Froilán oficio la misa. Realizó una homilía muy emotiva recordando la dura vida llevada por “El Duermesentao”, y como este, ayudado por la fuerza de Nuestro Señor Jesucristo, había salido adelante con esperanza y fe. Recordó las palabras del Salvador recogidas en el evangelio de Mateo:
 “Y cualquiera que haga tropezar a alguno de estos pequeños que creen en mí,  mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino de asno,  y que se le hundiese en lo profundo del mar.”

Como se hizo de noche, se decidió dar tierra al cadáver  la mañana siguiente, y dejaron el cuerpo en su ataúd en la sacristía del Templo. Mi abuelo y su cuadrilla decidió velar el cadáver toda la noche, pero como era buena persona –aunque un poco canalla- invitó a un apenado “ Diverty Balance” a unirse a ellos.

-Tú no podías imaginar que esto acabaría así -le dijo-. Fue un accidente. Únete a nosotros si quieres. Y Angulo se quedó con ellos velando el cadáver.

Dieron las doce de la noche y una fotografía muestra la escena.

Al ser su primer nieto me dejó la foto como recuerdo. Se ve en ella la sacristía. Por una de las ventanas se atisba la luna llena. Mi abuelo y su cuadrilla muestran cansancio en sus rostros  mientras permanecen sentados en unas sillas que habían acercado para la larga noche. El ataúd se encuentra en el centro, y en él ”El Duermesentao” aparece sacando medio cuerpo, con los ojos inyectados en sangre, mostrando una amplia sonrisa en la boca, donde destacan dos largos y blancos colmillos. Angulo “Diverty Balance”, con el terror marcado en su cara se lleva las dos manos al pecho.
Detrás, con la difícil caligrafía de mi abuelo: Tres días después enterramos a Angulo, pero lo que nos pudimos reír.

 Guardo esa fotografía con mucho cariño, y siempre que escucho a Víctor Manuel me acuerdo de ella.
Sí, mi abuelo también fue picador.



miércoles, 1 de agosto de 2012

Me acabo de morir.


jachuspa dijo:

Me acabo de morir. Mientras mi espíritu, desencarnado, gravita sobre todos aquellos que alrededor de mi tumba canonizan mi vida y purifican mi pensamiento mientras desciendo al sepulcro, el tiempo no se detiene.
Le queda un largo viaje a mi espíritu y lo tiene que hacer asegurado a terceros, lleva tatuado en su ala corta el lema de su vida: caridad y filantropía; ha sido duro el trago que ha pasado y tiene que tomar una pócima de antimonio para ocultar su mareo. Cuando se encuentra en la soledad del espacio con la velocidad de la luz, no puede por menos que sonreír; claro, piensa, cuesta abajo cualquiera. En algún momento encuentra rastros de Céline, jirones de su viaje al fin de la noche, casi petrificados; es agosto y la gasolina ha subido un 7%.
Sobrevive como puede a algún breve turbión y sigue su camino infatigable. A lo lejos, señales de otros tiempos, colisiones espontáneas, letreros incandescentes que indican la distancia en kilómetros y la dirección a los agujeros negros más próximos y, sin sorpresa alguna, encuentra al bobo que mira la Luna; está tumbado a la vera del camino, lee el Marca: el Madrid no coloca a Kaká. ¡Qué oscuro y enigmático es el camino hacia la vida eterna!