jueves, 9 de agosto de 2012

Fuegos fatuos.


Fuegos fatuos.
Cuenta la leyenda que sobre las tumbas pueden verse, especialmente en noches cerradas, las almas de los difuntos elevarse en forma de humeantes luces verdes. A ese inquietante resplandor le llaman fuego fatuo, sin que alcance a entender el porqué del adjetivo. Nunca vi uno, pero sean espíritus o el fósforo de los huesos de aquellos que nos dejaron, me pareció una buena introducción para este breve relato.
A la impresionable edad de 9 ó 10 años, todo lo relacionado con muertos que salen de sus tumbas, espíritus errantes, ánimas vagando en pena y espacios dedicados al descanso eterno ofrece una atracción especial. Y en aquellos veranos interminables en un pueblo de Castilla, sin más preocupación que el manido “qué hacemos hoy”, la propuesta de los mayores del grupo (sinónimo de adolescentes de 15 años) de visitar el cementerio recién comenzada la noche se antojaba, cuando menos, emocionante. 
Buen momento sería para demostrar cada cual su hombría, si es que el interesado tenía en el punto de mira a alguna moza. Por mi parte, aun me llamaba más la atención jugar a cualquier tontería con mis amigos, y para más inri el maldito azar había determinado que en mi franja de edad todos lucieramos cromosomas XY. Sin embargo, aquello suponía un desafío personal. 
Fuera cual fuese la intensidad de la motivación, la gesta se medía en tres niveles de valentía:
1. El más pobre, algo así como “marica de piscina”, si te quedabas a 20 metros de la tapia del camposanto, sin abandonar el camino de caliza y cantos rodados. Era el más común, quizá por no montar una aglomeración junto a la pared de adobe y encabronar al Más Allá. 
2. Machote pero sin llegar a tirar cohetes. Consistía en acercarte a la zona sombría, pues la luna llena vestía sus mejores galas aquella noche, y tocar la tapia, para acto seguido salir cagando leches como alma que lleva el Diablo.
3. Nivel descerebrado desinhibido, que suponía saltar la verja de la entrada y pasearte entre sepulturas. No vi a nadie hacerlo, aunque sé de otras ocasiones en que se superó aquel listón. Más que valentía creo que indicaba que las lecciones de religión del colegio nunca llegaron a su destino. O sencillamente que eras un poco imbécil. 
Al tema. Todos en comandita, salimos del pueblo sin informar a padres. La aproximación se realizaría desde el camino bajo, en la pequeña era opuesta a la Cañada. Dejamos nuestras bicis presas de la excitación, entre los montículos de cebada esperando su traslado. Seríamos 15 personas, y fruto del miedo inconfesable, nos agarrábamos las manos en grupos pequeños mientras la risa floja generalizada funcionaba de banda sonora. Los comentarios jocosos y chulescos también ayudaban a seguir, pero sobre todo la compañía. Tras un primer tramo cuesta arriba sin incidentes, el más empinado, los cipreses comenzaban a asomar sobre el cambio de rasante. Al fondo, la luna, perpleja ante toda esa chiquillería envalentonada. Al avanzar un poco más, nuestras pupilas se dilataron aún más si cabe, al observar en el lado derecho del sendero, contrario al del cementerio y unos 50 metros delante del mismo, una cruz de un metro de altura clavada en el suelo. Eso no estaba en las instrucciones, y la cara de estupor de todos los allí presentes merecía haberse retratado en una foto para la posteridad. 
Pero qué leches, para chulo, chulo… mi pirulo (me niego a recordar al poeta de Telecinco). Todos a una hacia el lugar sagrado, sin temblar más de lo necesario para no perder estatus en la pandilla. Pasito a pasito, no pasaron más que escasos segundos hasta que uno de los miembros de la expedición soltó un grito que rompió el silencio recién estrenado. Acto seguido, salió corriendo cuesta abajo y el resto seguimos su estela presos de un ataque imprevisto de cagalera, hasta llegar casi a la base de operaciones cargada de cereales.
En ese momento todos rodeamos al que no había alcanzado ni la categoría deshonrosa de “marica de piscina”, y lo abordamos a preguntas sobre qué había sucedido para desatar su imprevista reacción. El susodicho respondió, entre jadeos, que una intensa luz blanca que partió de la base de la solitaria cruz lo había sorprendido. Podíamos dudar, pero su gesto no sugería fantasía alguna. A esto los mayores del grupo aportaban su granito de arena asegurando que ellos también la habían visto. No estábamos para elucubrar si era o no cierto, y el grupo de excursionistas tomó aire y se dispuso a reanudar la marcha, otra vez desde el principio. En aquel momento el cementerio no era más que un elemento decorativo, que acompañaba a la siniestra cruz de propiedad desconocida. Todos fijábamos la mirada a la cuneta derecha del camino mientras trepábamos más agarrados que minchas. No superamos muchos metros respecto al intento previo, cuando otro compañero aulló y dio pie a otro retroceso masivo del grupo. La misma pamplina pensé yo, sin atreverme a dudar en público ante tanta aseveración de los adolescentes que nos guiaban. Vuelta al camino y la misma historia. No recuerdo el número de veces que subimos y bajamos aquella cuesta ante la presencia de los maderos entrelazados. Y si reconoceré que en una de las ocasiones la luz se apareció a un servidor.
El desafío hace la fuerza, y poco a poco nos aproximábamos más a la cruz y al olvidado cementerio. Y cuando más emocionante discurría el asunto, la magia se quebró al surgir de un pequeño montículo muy próximo a la tumba extraviada, dos figuras envueltas en sendas sábanas y ululando entre carcajadas. El miedo se desvaneció al observar, bajo el efecto traicionero de la luz de la luna, la silueta dibujada al detalle de dos primos segundos por parte de mi madre, rematando sin éxito la faena de asustar a la manada de críos. 
A partir de aquel momento, no hubo más miedo a nada, voló el temor al más allá y fuimos varios los que tocamos, sin perder el respeto, la tapia del cementerio. 
Guardo aquel recuerdo con nostalgia, el de una estupenda noche de verano. 
NOTA: los simpáticos adolescentes, compinchados para atemorizarnos, encontraron sin quererlo un impagable aliado en unos pedazos de espejo roto entre las piedras que sostenían la cruz de pega. El reflejo de la luna se encargó del resto. 


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