jueves, 25 de octubre de 2012

La invasión.


Mi abuelo también fue picador.
En los últimos años de su vida nos contó a los nietos el día de la invasión militar de su pueblo.
- ¿Ves algo?- preguntó mi abuelo.
- Nada – contestó Olegario “El Flaco”, mientras agachaba su cabeza -.
En realidad no hacía falta aquel gesto defensivo, ya que a pesar de sus ciento cincuenta kilos de peso, su estatura, cercana al metro y medio por abajo, hacía que no fuera visible tras la trinchera.
-Sigue atento – le dijo mi abuelo-. Y al menor indicio da la voz de la alarma.
Apoyó su mano sobre el hombro de Olegario y este agradecido le guiño un ojo.
-Tranquilo picador. Estos no se me escapan.
Mi abuelo se desplazó a su izquierda buscando a su siguiente compañero. Sobre el montón de tierra que formaba el parapeto solo se apreciaba, a intervalos casi regulares, el “castoreño” con el que cubría su cabeza; la pica de puyar la llevaba en su mano derecha a ras de suelo.
Como no había amanecido todavía, más que verlo, sintió al segundo compañero, ya que se pegó un buen cabezazo con la silla de ruedas de Jacinto “El Duermesentao”. Jacinto era la sección acorazada. A las ruedas de su silla le habían incorporado unas cadenas viejas de bicicleta, por si el terreno requería un mayor agarre en la tracción. Asimismo, habían soldado en la parte delantera una tapa de alcantarilla, a modo de blindaje, y acoplado a ella tres cohetes que les sobraron de las últimas fiestas patronales como defensa antiaérea.
Mi abuelo se despidió de “El Duermesentao” con un: ¡Animo, no pasarán, y siguió recorriendo el frente.
El perro comenzó a ladrar causando un gran revuelo en la trinchera.
- Joder, Pedrito, ¿No lo podías haber dejado en casa? -preguntó mi abuelo enfadado, mientras “El Sortudo” daba una orden que hizo callar a su perro lazarillo- .No, si solo falta que te hayas traído los cupones.
- Aquí los tengo -le susurro el ciego-. Nunca se sabe; puede que el enemigo también quiera tentar a la suerte.
-Mira, lo de los cupones pase; pero, ostias, lo del perro.
-Pues, ya has visto como te ha descubierto.
- ¡Coño! ¡Si es que le he pisado el rabo! Bueno, que no ladre más y estate ojo avizor.
-Con las dos orejas, picador.
El siguiente tenía que estar a pocos metros, pero mi abuelo no lo vio por ningún lado y siguió adelante preocupado. Dos sombras más oscuras, hablando entre cuchicheos, aparecieron de repente.
-¿Quien anda ahí? -preguntó mi abuelo, mientras dirigía la puya hacia delante-.
- Calla, que estoy terminando-. La voz de Froilán “El Comeostias”, párroco del pueblo, tranquilizó a mi abuelo no sin dejarle con la duda de qué era lo que allí se estaba realizando.
- Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.
- Amén. – respondió Luis “El Pitxote”.
- ¡La madre que me parió! ¿Pero vosotros os creéis que ahora es momento de confesiones? ¡Joder, que tropa! Volved inmediatamente a vuestros puestos que estarán a punto de llegar. ¡Como perdamos la colina no volváis a dirigirme la palabra en vuestra vida!
Solo quedaba por comprobar el estado de Ramón “El Susordenes”, cabo de la Guardia Civil. A este lo encontró observando el campo de batalla, camuflado con unas ramas que tapaban su cabeza mientras que con su mano derecha elevaba a medio metro de él un palo del cual colgaba su tricornio.
-Dios, parece que aquí hay uno que sabe de que va esto.- pensó mi abuelo-. ¿Todo en orden, Ramón?
-Sin novedad en el frente.
-¿Estás seguro que atacarán hoy?
- Sí, amigo, sí. Los indicios eran claros: el avión que sobrevoló el pueblo, lo que oyó Pedrito cuando vendía cupones en su pueblo… No hay duda alguna. Ellos creen que esta tierra es suya y no dejaran que nos la quedemos, así sin más.
-Pero, ¿si somos un pueblo milenario? Esta tierra ha sido nuestra desde que Adán se aburría por el jardín. No, no lo conseguirán, aunque tengamos que pedir ayuda a las altas instancias.

El amanecer llegó y la oscuridad dio paso a una penumbra en la que el terreno fue tomando forma. Mi abuelo y su cuadrilla se encontraban tras una trinchera de tierra de aproximadamente treinta metros que habían construido en cuatro días a base de pico y pala. Estaba orientada al este de un pequeña colina -el objetivo de la disputa-, ya que previsores ellos, habían imaginado que el enemigo atacaría con la salida del sol y dejarían que este diera directamente sobre los ojos de los defensores. Habían preparado todo metódicamente, y en cuanto hizo su aparición el astro rey, todos a una se colocaron unas gafas oscuras -todos menos Pedrito, el ciego, que las llevaba incorporadas de serie; el lazarillo llevaba puesta una visera con propaganda de papel “El elefante”-.
Mi abuelo, listo como nadie y canalla como ninguno, fue el primero en darse cuenta de que el momento había llegado. El silencio, el silencio fue lo que delató al enemigo. Recorrió la trinchera de lado a lado, con su castoreño en la cabeza, su mejor traje de picador y su puya más afilada, poniendo en alerta a sus compañeros.
-Preparaos –les decía-. Si hay que morir se muere.
El primero apareció por la derecha; andaba agachado de arbusto en arbusto. El segundo por la izquierda. Asomó su cabeza tras un árbol y la volvió a esconder. Mi abuelo ordenó a Jacinto que retrasara su posición por si acaso era necesario utilizar la silla acorazada. Pasaron unos minutos y no se veían más enemigos.
Todo sucedió de repente. El que estaba tras el árbol silbó y con su mano hizo el gesto de avanzar. Aparecieron cinco más echando a correr hacia la trinchera y gritando desaforadamente.
“El Comeostias” salió hacia ellos con el crucifijo en alto y en voz alta les decía: ¡Vade retro Satanás! Mi abuelo le gritaba: ¡Joder, Froilán, que son enemigos, no vampiros!
Pedrito corría azuzando al perro lazarillo mientras daba sablazos a diestro y siniestro con el bastón. -¡Mierda, Pedrito, que vas en dirección contraria! -le corregía mi abuelo-.
“El Flaco” intentaba escalar la trinchera, pero debido a su altura y su peso apenas llegaba a poner las manos en su parte superior. -Ostias, Olegario. Rodealáaa, rodéala.
“Pitxote” se dirigió hacia el enemigo con el bote que llevaba siempre a la altura de la bragueta y su cantinela de siempre: ¡Mirad, mirad, una anguila! -Este es más tonto que él mismo, pensó mi abuelo-.
“El Susordenes” sacó la reglamentaria y apuntaba al primero que se acercaba. -No te pase, Ramón, le gritaba mi abuelo-. Que nos buscas la ruina.- Está descargada- le contestaba este mientras reía a carcajadas.
Mi abuelo les daba varazos con la puya, pero de plano y en la espalda.
A pesar de todos sus esfuerzos uno de ellos consiguió romper las defensas y se dirigió a lo alto de la colina. Le faltaban tres metros para conseguir su objetivo cuando uno de los cohetes del tanque de “El Duermesentao” le explotó en la entrepierna. Se retiró aullando de dolor y a partir de entonces le llamaron “ El Viagra”.
Este hecho hizo que el enemigo, asustado ante la posibilidad de correr la misma suerte, se batiera en retirada. Mi abuelo y su cuadrilla estallaron de alegría ante la gran victoria obtenida.
Una fotografía muestra la celebración de la batalla:
Aparecen sobre la colina mi abuelo y su cuadrilla. Casi no caben los siete en la cima. Entre todos sujetan la puya en la cual ondea una bandera española.
Detrás, con la difícil caligrafía de mi abuelo:
La colina del bocadillo de chorizo era nuestra… y sus setas también
Al ser su primer nieto me dejó la foto como recuerdo
Guardo esa fotografía con mucho cariño, y siempre que escucho a Víctor Manuel me acuerdo de ella.
Sí, mi abuelo también fue picador.




domingo, 21 de octubre de 2012

Manía persecutoria.


Hace ya algún tiempo mi psique se vio afectada gravemente por esa paranoia que en psiquiatría se llama manía persecutoria. La paz me era reiteradamente negada; siempre de misión en misión, no conseguía alivio para mi padecer. Desesperado, tuve que recurrir, en última instancia, al psicoanalista del Cobrador del Frac. Era este un profesional peculiar; se había hecho un nombre en el panorama intelectual con su obra “La LOGSE explicada a los animales” y era el creador de un revolucionario método para averiguar, sin el más mínimo margen de error, tanto el cociente intelectual de las personas como su índice de alcoholemia en sangre, a través de los discos de Tom Waits. No eran precisos más tests. Se dieron casos de dilataciones de pupila, babear, muestras de asentimiento y, excepcionalmente, tarareos de algunas piezas.
En su consulta, comenzábamos todas las sesiones con una declaración formal de intenciones: puestos en pie, desnudos ambos de cintura para abajo y con la mano a la altura del corazón, transitábamos verso a verso, extasiados por la emoción y con la piel en carne de gallina, por la letra de Paquito el Chocolatero. Al acabar comenzaba la catarsis. Cada 4 de julio cambiábamos la pauta y comenzábamos con la Declaración de Independencia de EEUU. El terapeuta consideró que estuve curado cuando dejé de columpiar gallinas y no volví a subirme a los columpios de los monos del Zoo. Era un conductista excelente.
Pasado un tiempo comencé a tener un problema con la metabolización de los carbohidratos, lo que hizo que se me repitieran hasta dos y tres veces los mismos dèja vu, dejó de crecerme pelos en las orejas y llegué a presentar un síndrome de personalidad doble acompañado de delirios de grandeza. Durante un programa de televisión de Anne Germain, al que asistí como público, fui requerido por la médium para conectar con mis deudos. Mientras ella buceaba en mi pasado, sufrí una crisis y me convertí en uno de los Hermanos Anoz; a voz en grito por el estudio, comencé a cantar una jotica algo guarra:
Ahora sí que estamos bien
Tú preñada y yo en la cárcel
Tú no tienes quien te meta
Y yo no tengo quien me saque
Cuando Jordi se la tradujo, su cara se transformó: “He´s is a prophet” –dijo- al ver que yo le quitaba años; mientras tanto, convulsionaba, tenía perdida la mirada y los ojos en blanco.
Mi psiquiatra me sugirió profundizar en la hipnosis para ver si en la regresión encontrábamos el hecho diferencial, la liaison; vamos, lo que viene siendo el trauma, de todo este catálogo de patologías. Por ello, y buceando en mi interior conseguí llegar a entender el origen del mundo conocido y que no es como lo cuenta el Génesis: en el primer día Dios creó a Joan Tardá y después la luz; a continuación se retiró, y en la más absoluta soledad juró por sí mismo que no volvería a hacer nada a oscuras. Cuando se lo pensó mejor, creó el Paraíso en cuya entrada había una casamata de control, y en su techumbre había instalado un pararrayos, vaya usted a saber porqué.
Se llamaba Paraíso porque estaban expresamente prohibidas las concentraciones parcelarias, las exposiciones bovinas y lo pintoresco; el fish and chips, el nitrógeno líquido para cocinar y los perfiles en Facebook. Las calles no estaban empedradas debido a las continuas avenidas de hidromiel, lo que les daba un cierto aire empalagoso. Todo estaba organizado como un Parque Temático si no fuera porque se respiraba un cierto aroma cool, bueno, dejémoslo en una suave brisa, una mezcla entre la estética de Greenpeace y un empacho de la iconografía de Panofsky, como queriendo resaltar que no todo lo prieto es morcilla.
También, durante las sesiones, profundicé en el asesinato de Abel (conocido aquí como Abel Martorell). Cuando Caín mató a su hermano, blandía en una mano un cuchillo de cerámica de esos que regalan en Lidl y en la otra un ejemplar de “El asesinato considerado como una de las bellas artes”. Era una edición de las que existían en la librería del Paraíso, donde Ramoncín ejercía como bibliotecario. Intrigado por mi relato me requirió para que le siguiera contando cosas; pero a mí me entró hambre y me puse a comer un paquete de tizas que, estando bajo hipnosis como estaba, me parecieron unas pulguitas de ibérico. Mientras hacía la digestión le dije:
- He soñado que la viuda de Jordi Pujol iba al entierro de Arzallus………
- Siga, siga, muy interesante
- Lo siento, no me acuerdo de más, pero ¿a que tiene un buen comienzo?



miércoles, 17 de octubre de 2012

Hay que ir siempre.




Mi abuelo también fue picador.
En los últimos años de su vida nos contó a los nietos que a veces tuvo dudas de ir o no ir.
Mi abuelo fue segundo picador de Antoñito “El Cojo” durante toda su vida laboral (nunca llegó a ser primer picador ya que este cargo lo ocupaba un “cuñao” del diestro -hermano postizo de su mujer-, y ya se sabe que mandan dos tetas de una carreta que marinero sin patrón, o algo parecido).
Antoñito “El Cojo” -llamado así por su maestría con la muleta- fue un gran torero que mostró su arte por casi todas las plazas de España (creo que en la plaza de toros de Baltanás, en la provincia de Palencia, no llegaron a degustar su arte; pero bueno, ellos tenían al “Regio” que le andaba a la zaga).
Fue longeva la carrera taurina de mi abuelo, ya que el “El Cojo” no se cortó la coleta hasta que, aquejado de demencia senil, quiso recibir a “ portagayola”al Talgo Madrid-Sevilla a su paso por Posadas. Como consecuencia de ese recibimiento “El Cojo” fue ovacionado durante diez minutos…a su salida de la plaza de toros de Córdoba –donde fue velado su cadáver-.
Nos decía mi abuelo que durante tantos años de ir de un sitio a otro había tenido ocasión de trabajar en festejos taurinos de de todo tipo: desde Las ventas, La Maestranza o Vista Alegre, hasta plazas formadas por carros y carretas en pueblecitos perdidos de la España más profunda. Siempre había que ir, fuera donde fuera la corrida.
Recordaba con mucho cariño un pueblecito de la provincia de Badajoz al que acudieron por las fiestas en honor de su patrona: La Virgen de Guadalupe. Era un pueblo pequeño con apenas dos docenas de casas construidas alrededor de la iglesia y la plaza situada frente a esta: un pueblo realmente pobre.
“El Cojo” y su cuadrilla acudieron al evento –porque había que ir-, pero se llevaron una nefasta sorpresa: habían sido estafados por el promotor taurino; tanto ellos como el alcalde, el cual había abonado una considerable cantidad recaudada entre todos sus convecinos. No solo no aparecía el promotor, ni el dinero, sino que los toros también se habían dado a la fuga junto con él.
Y allí estaba “El Cojo”, mi abuelo, la cuadrilla, los carros de labranza formando un círculo alrededor de la plaza, los convecinos montados en ellos y ni un solo toro que llevarse el capote.
Así que se procedió a suspender el festejo; los vecinos habían perdido las perras; la cuadrilla los gastos del viaje; y el apoderado se llevó recuerdos para todos los miembros de su familia -fallecidos incluidos-.
Mi abuelo –que era listo como el rayo, y que más parecía abuelo de Mac Giver que de un servidor- solo tardó dos minutos en montar un festejo taurino que ha pasado a los anales de la historia de aquel pueblecito (hoy en día cuenta con más de 10.000 habitantes).
A las cinco en punto de la tarde comenzó la fiesta. “El Cojo” y su cuadrilla, debidamente formados, comenzaron el paseillo en dirección a la autoridad presente, formada esta por el alcalde y Eulogio “El pregoneeeero”. Iban precedidos por dos pastores, cada uno con una cabra negra al cuello, que tal parecían el negativo de una fotografía del buen pastor tras hallar la cabra perdida. No era lo mismo que los alguaciles a caballo, pero a emoción no había color.
El alcalde dio el permiso correspondiente para el comienzo de la lidia y el diestro y sus subalternos se prepararon para recibir al primero de la tarde. Como no había clarín Adela la de la botica cantó una saeta y se abrió la puerta de toriles, que en realidad eran dos palos atravesados entre dos carros. Apareció por ella, con trescientos kilos de peso, sin divisa y de color negro zahino: “Cantinerito”: el burro que daba vueltas a la noria del alcalde.
“El Cojo”, tras uno de los burladeros – que era una puerta vieja de un pajar- y con el capote mordido por su parte superior observaba detenidamente la querencia de “Cantinerito”. Era bravo y no perdía el recorrido: daba vueltas a velocidad constante al ruedo (¡qué se va a esperar de un burro de noria!). El maestro observó, gracias a su gran experiencia, que aquel animal tenía faena y se lanzó a los medios. Abrió el capote y se preparó a recibirlo de rodillas. “Cantinerito” no le hizo ni puñetero caso. -Si la montaña no va a Mahoma, Mahoma ira a la montaña- pensó-, y se dirigió con paso resuelto y andar torero (como no podía ser de otra forma, claro) hacia Maho…, perdón hacia “Cantinerito”.
Le dio dieciocho capotazos el tío, y sin moverse del sitio; capotazo, vuelta, capotazo, vuelta y así dieciocho veces. El último lo remató con una chicuelina que levantó al público de sus carros al grito de: torero, torero.
Adela cantó esta vez una jota aragonesa y se procedió al tercio de varas. Ahí entró mi abuelo en acción: guapo, altivo; montado en su caballo sujetando con la mano izquierda las riendas y con la derecha la vara. Se fue directo hacia “Cantinerito”. ¡Siete! Siete vueltas estuvo mi abuelo tras el burro y no hubo manera de alcanzarlo. Así que, casi mareado, decidió ir al centro de la plaza y picarlo desde allí. El jumento debía de ser sordo, porque mira que mi abuelo le citó, le recitó y hasta le llamó “hijo de mula”, que ni se inmutó. Los asistentes, viendo los esfuerzos realizados por el picador, decidieron dedicarle una gran ovación a la que este correspondió quitándose el castoreño.
Adela se atrevió con un chotis y se dio paso al tercio de banderillas. Los banderilleros salieron al ruedo, pero en vez de las banderillas decidieron ponerle una gavilla de alfalfa y un cubo de agua, que “Cantinerito”, agradecido, correspondió con un par de rebuznos de alegría. Las banderillas, con su aceituna, su pimiento y su cebolleta, acompañadas de un buen trago de vino, se las pusieron al caballo de mi abuelo; pero como este parecía desganado tras dar tanta vuelta, se las tomaron “El Cojo” y su cuadrilla.
La mitad de la faena estaba realizada. La bravura de “ Cantinerito” había sido rebajada mediante el capote, la vara y las banderillas; ahora llegaba el momento cumbre de la lidia: la lucha entre el hombre y el animal. Ellos dos solos en el ruedo; el animal con sus astas y el torero con la muleta y la espada. Como el burro no tenía astas, en vez de coger una espada, “El Cojo” utilizó la pata de palo que había heredado de su padre (el padre de “El Cojo” había sido ballenero y, según dicen, una ballena blanca fue la causante de que no pudiera salir con los dos pies por delante el día de su funeral; pero esa es otra historia.
Con la muleta, “El Cojo” estuvo inmenso. Con la mano izquierda, con la mano derecha, por alto, por bajo, naturales, manoletinas e incluso “dos saltos de la rana” le pegó a cada paso por vuelta. ¡Ole! ¡Ole! ¡Ole! Gritaba el público a cada muletazo. La plaza se venía abajo.
Llegó por fin el arte supremo de la espada, pero tras comprobar la bravura de “Cantinerito”, “El Cojo” tomó la pata de palo de su padre, la clavó en la arena, y dirigiéndose al alcalde pidió el indulto- Fue concedido inmediatamente. El público sacó los pañuelos -no se podía afirmar que eran blancos impolutos ya que en aquellos tiempos no se había inventado la lavadora y el Dixán, pero tenían un pase. El alcalde puso tres pañuelos blancos delante de sí: dos orejas y el rabo. “Cantinerito” fue sacado de la plaza en medio de una gran ovación. “El Cojo” y su cuadrilla dieron tres vueltas al ruedo (en esta historia se dan más vueltas que buscando un certificado en Hacienda). En vez de mostrar los trofeos correspondientes, el diestro llevaba en sus manos una botella de vino y un bocadillo de chorizo.
Pero la corrida debía continuar. Faltaban cinco toros. Una fotografía muestra el final apoteósico del festejo.
Al ser su primer nieto me dejó la foto como recuerdo.
En ella se ve a “El Cojo” saliendo a hombros de la humilde plaza. La cuadrilla también es sacada de la misma forma. Incluso el caballo de mi abuelo aparece en volandas llevado por cuatro mozos del pueblo, tocados con boina y con una sola ceja de oreja a oreja.
Tras ellos aparece “Cantinerito”, una cabra, un cerdo, una gallina, un pato y un gato negro.
Detrás, con la difícil caligrafía de mi abuelo:
-El gato fue difícil, pero le hicimos una buena faena.
- A veces, aunque tú vayas, ellos ganan.
Guardo esa fotografía con mucho cariño, y siempre que escucho a Víctor Manuel me acuerdo de ella.

Sí, mi abuelo también fue picador.


domingo, 14 de octubre de 2012

La primera montura.


Mi abuelo también fue picador.

En los últimos años de su vida nos contó a los nietos que él también tuvo dudas en su vida. La más importante fue como llamar a su primera montura.

A la edad de catorce años inició el aprendizaje de la profesión que le llevaría a la fama como segundo picador de Antoñito “El Cojo”, gran maestro de la lidia del toro por muchas plazas de España – y de Franco en aquella época-.
Mi abuelo siempre fue un enamorado del caballo, aunque tenía cierta querencia hacia las yeguas. Los caballos y yeguas que poseyó eran queridos e idolatrados por él tanto o más que lo que sentía hacia mi abuela, o hacia “Paloma” (la cerda ibérica que ganó a las cartas jugandose a la parienta).
Nos contaba -y tengo que reconocer que nosotros los nietos, a aquella temprana edad, no llegábamos a entenderlo muy bien-, que el mayor placer de su vida lo había encontrado sintiendo entre sus piernas el poderío, la fuerza y la nobleza, tanto de un buen caballo, como de mi abuela – de “Paloma” nunca dijo si llegó a experimentar tales sensaciones, pero con lo canalla que era mi abuelo…-.
Mi padre siempre dijo orgulloso que yo era la viva imagen de mi abuelo pero juro solemnemente que jamás he montado un caballo, una abuela (de momento no tenemos nietos), ni una… – bueno, hablemos de mi abuelo, que a eso hemos venido-.
Como decía, mi abuelo se formó profesionalmente apenas le habían salido pelos en los hue…, carrillos de la cara. Para ello tenía que trasladarse a diario a los establos de “la Cuadra Babieca”, que eran propiedad de D. Rodrigo Díez de Bibar – apodado “El Cid”, sin que nadie, a día de hoy, haya averiguado el porqué de dicho apodo-.
La cuadra se encontraba situada a quince kilómetros de distancia y por dicho motivo mi abuelo decidió comprar su primera montura. Y para ello aprovechó la ocasión en que José Heredia, un gitano quinquillero, acertó a pasar por el pueblo vendiendo su mercancía. El gitano era conocido como “El Atila”, ya que a su cargamento de cazuelas, platos, cucharas, cuchillos y productos varios, ofrecía también un maravilloso herbicida de creación propia, cuya fórmula era un secreto mejor guardado que el del crecepelo de Anasagasti; el producto era de resultados tan extraordinarios que allí donde era administrado no crecían las malas hierbas – que no crecieran tampoco “las buenas” era un pequeño inconveniente, pero, qué producto no tiene sus efectos secundarios.
- Othar, se llama Othar -le dijo “Atila” en el momento en que mi abuelo preguntó el precio-. Como el caballo de Atila, claro.
La verdad es que estaba en unas condiciones lamentables, y tuvo muchas dudas en decidirse. Gracias a que era un chaval ahorrador y a la providencia de Dios -que consistía en una pequeña sisa realizada al cepillo de la iglesia durante los años que ejerció como monaguillo de la misma- lo pagó a tocateja. Tampoco terminaba de convencerle lo de Othar -ya que tenía ciertos problemas lingüísticos con la H-, así que le puso de nombre “Bucefalo”.
Una fotografía muestra el aspecto que ofrecía “Bucefalo” tras unos meses a cargo de mi abuelo.
Mi abuelo aparece montado en “Bucefalo”. Éste, de tan limpio que está, brilla al sol. Como tenía que volver de “La Cuadra Babieca” a altas horas de la noche, le había colocado en el frontal el faro derecho que había tomado prestado a un seiscientos, de uno de Madrid; que por cierto, esta vez, no había acertado al pasar por allí. El foco era alimentado por una batería de camión que mi abuelo había sujetado en los cuartos traseros con una buena cuerda de esparto.
Hay que reconocerlo: “Bucefalo” parecía un cuadro… de Picasso.
Detrás, con la difícil caligrafía de mi abuelo:
¡Qué buena montura fue “Bucefalo”… mi primera bicicleta!
Al ser su primer nieto me dejó la foto como recuerdo.
Guardo esa fotografía con mucho cariño, y siempre que escucho a Víctor Manuel me acuerdo de ella.

Sí, mi abuelo también fue picador.

sábado, 6 de octubre de 2012

Productos típicos


Mi abuelo también fue picador.

En los últimos años de su vida nos contó a los nietos que él no partía nueces con el culo.
Mi abuelo no era especialista en este tipo de deporte, pero, al ser la nuez un producto del País Vasco, nos contó que tomó la costumbre de traerle a mi abuela productos típicos de las regiones en las que faenaba como segundo picador de Antoñito “El Cojo”: maestro torero muy famoso, que cosechó grandes triunfos por esas plazas de Dios – y de Franco en aquellos tiempos-.
No hubo región española que no fuera visitada por “El Cojo” y mi abuelo en sus respectivas carreras taurino-festivas. Y tampoco hubo producto típico de cada región que mi abuelo no llevara como presente a mi abuela. Esta, agradecida por tamaño detalle, no dejó de querer a su hombre ni un solo instante de su vida (Instante no, pero hubo momentos que las canalladas de mi abuelo la hicieron estar de morros con él semanas).
Como todas las tradiciones, esta: la del recuerdo regional, también tuvo su comienzo; y como todos los comienzos un motivo concreto: el olvido de las promesas matrimoniales, concretamente el de la fidelidad.
Ya les he contado que mi abuelo era buena persona, pero que era un poco canalla. Ese fue el motivo de la infidelidad a mi abuela.
Intentaré explicarlo tal y como él nos lo contó a los nietos.
Quiso dios, y el alcalde del pueblo también, claro, que “El Cojo” y su su cuadrilla fueran contratados para lidiar dos toros, dos, en la corrida que coronaba las fiestas patronales de Almendralejo. Allí aparecieron con la intención de lograr otro triunfo más con el que engordar su hoja de servicios.
La faena estuvo a la altura de lo esperado y se obtuvieron tres “peluas”y un rabo. Mi abuelo picó los toros con tanta maestría que fue sacado a hombros de la plaza junto con el diestro. Para recordar esa tarde de gloria decidió traerle un regalo a la hembra que más quería.
Al llegar, lo primero que dijo fue: Mira lo que le he traído a la cosa más bonita de mi casa.
Y este fue el comienzo de los regalos regionales.
Una fotografía muestra este momento.
En ella se puede ver la fachada de la casa de mi abuelo. En la puerta, cerrándola, se ve a mi abuela de espaldas. En el lado izquierdo está la cochinera de “Paloma” (la cerda ibérica que mi abuelo había ganado a las cartas, jugandose a mi abuela como contraprestación). Delante de la cochinera, en un gran charco de barro está la gorrina (se confunde con el barro, pero dos grandes ojos a medio metro del suelo dan fe de su presencia). Entre la cochinera y la casa, en primer plano, el seiscientos de mi abuelo con el capó delantero abierto. Mi abuelo está sacando algo de él.
Detrás, con la difícil caligrafía de mi abuelo:
-Un saco de cinco arrobas de bellotas es un producto típico de Extremadura.
Al ser su primer nieto me dejó la foto como recuerdo.
Guardo esa fotografía con mucho cariño, y siempre que escucho a Víctor Manuel me acuerdo de ella.

Sí, mi abuelo también fue picador.

Los ricos.



En los últimos años de su vida nos contó a los nietos que nunca pudo soportar a los ricos.

Era superior a sus fuerzas. Con tan solo verlos, algo en él se removía y su natural tranquilidad se convertía en nerviosismo y en algo que aunque no se podría calificar de odio, se le parecía mucho. Las fatigas económicas sufridas en su niñez en la que comer tres veces al día era como las modelos de las revistas, que existir, existían, pero solo en fotografía; y los duros momentos pasados para poder sacar adelante a su prolija familia, hicieron brotar esos sentimientos hacia los ricos.
-¿Porqué sientes eso, mi hombre?- le decía preocupada mi abuela-. Si no conoces a la mayoría. ¿Te han hecho algo?
-No, mujer. No los conozco personalmente, pero no me hace falta para saber que son todos iguales. –Le respondía mi abuelo, y comenzaba a sacar todo aquello que llevaba dentro y que tanto le alteraba-. Siempre han estado ahí, arriba; sintiéndose superiores y tratando a los pobres como si fueran basura, solo meros instrumentos para obtener dinero. Nunca se han preocupado por nadie que no estuviera dentro de su ámbito. Les gusta presumir, aparentar, ocupar los primeros puestos. -Y seguía, cada vez más irritado-. ¡Míralos! ¡Míralos a todos ocupando los primeros bancos en la Iglesia! ¡Y comulgan! ¡Qué buenos somos, se dicen! ¡Mirad, mirad como nosotros cumplimos con nuestro Señor! ¡Asco! ¡Asco, es lo que me dan! Y como enseñan la peseta que echan en el cepillo… Si es que la muestran a la gente abanicándose con ella. ¡Una peseta! ¡Una mierda de peseta cuando tienen millones de ellas!
Mi abuela lo rodeaba con sus brazos e intentaba calmarlo, pero él seguía y seguía despotricando hasta que con la voz ya ronca se sentaba en la mesa de la cocina… y lloraba.
-No es justo, mujer. No es justo.
……………………
-¿Puede darme una limosna? – El mendigo apareció de la nada. Bueno, más que de la nada, apareció de rodillas en el suelo con la mano izquierda extendida hacia mi abuelo y la otra en el pecho-. -¿Una ayuda, por favor?
Mi abuelo acababa de salir de misa de doce. Siempre que le dejaba su profesión acudía con mi abuela, sus hijos y su nieta a la eucaristía que celebraba su amigo Froilan “El Comeostias”. Había salido como siempre, feliz de estar toda su familia junta, contento de poder sentir a Dios, pero irritado de ver a los fariseos de los ricos haciendo ostentación. Como siempre, se despedía de su mujer y sus hijos, y se encaminaba al encuentro de su cuadrilla de amigos para tomar unos chatos de vino al “Bar Bero” antes de comer.
Mi abuelo siempre fue un hombre que no podía dejar de apiadarse de las desgracias humanas y buscando en sus bolsillos sacó una peseta, la puso en la mano del indigente y siguió adelante.
-¡Una peseta! -exclamó el pobre-. ¡Usted debe de ser rico!
Mi abuelo se detuvo y como si de un insulto se tratase se volvió y le espetó: -¡Yo no soy rico! ¿Me entiendes? ¡Yo no soy rico!-.
Le observó detenidamente. Seguía en la misma posición: arrodillado y con la mano extendida, donde aún seguía la moneda, la barba y el pelo muy largos, sus ropas sucias y realmente desagradable a la vista.
-Lo siento, señor. No era mi intención molestarle –dijo el mendigo bajando la cabeza-.
-No, no pasa nada. Tranquilo. Ya puedes perdonar. Es que no me gusta esa palabra.
-¿Qué palabra, señor? -preguntó el pobre, mientras levantaba la cabeza y miraba a los ojos a mi abuelo-.
-Rico -respondió mi abuelo-. Odio a los ricos… Como tú.
-Yo no odio a los ricos, señor.- Mi abuelo se acercó aún más.
-¿Tú no odias a los ricos? ¿Tú no piensas que estás aquí, debido al egoísmo de ellos?
- No, señor. Yo no estoy así por culpa de los ricos.
- Entonces, ¿cuál es el motivo de tu mísera situación? –siguió preguntando mi abuelo con extrañeza.
- ¿Tiene usted hijos, señor?
Mi abuelo, no comprendiendo el porqué de la pregunta, dudo en responder, pero algo le decía que no había mal alguno en aquella persona.
-Ocho. Tengo ocho hijos… y una adoptada.
-Ocho… Debe de ser difícil de alimentarlos, ¿no?
-Si, la verdad es que es duro. Pero, gracias a Dios, mi profesión me lo permite.
- ¿En que trabaja, señor? Si no le molesta contestarme, claro.
- Soy picador.
- ¿Minero?
- No, de toros.
- Extraña profesión… Hay que derramar sangre para que otros sean felices. ¿Y le da para vivir?
- Bueno, me defiendo bastante bien gracias a ella.
- ¿Y casa, señor? ¿Tiene usted casa?
Mi abuelo se estaba cansando ya. ¡Quién era aquel hombre que quería saber tanto de su vida! Era un mendigo, él le había dado una limosna – y muy generosa, por cierto –y ya está, se acabó el tema; cada uno por su camino.
-Bueno, adiós. Tengo prisa. – Mi abuelo se dio la vuelta y se encaminó al Bar para encontrarse con sus amigos, no sin cierta desazón después de las últimas palabras que escuchó-.
- Picador… usted también es rico. No se juzgue tan duramente.
Una fotografía muestra este momento. Mi abuelo se va alejando. El pobre sigue de rodillas. Se está apartando el pelo largo de la cara y unas heridas aparecen en su frente. La moneda ha desaparecido de la palma de la mano; en ella se puede ver algo parecido a una llaga.
Detrás, con la difícil caligrafía de mi abuelo:
- No le volví a ver más.
- Entendí sus palabras: Hay que derramar sangre para que otros sean felices.
- Mi alma descansó a partir de ese día.
Al ser su primer nieto me dejó una foto como recuerdo La guardo con mucho cariño, y siempre que escucho a Víctor Manuel me acuerdo de ella.

Sí, mi abuelo también fue picador.