sábado, 6 de octubre de 2012

Los ricos.



En los últimos años de su vida nos contó a los nietos que nunca pudo soportar a los ricos.

Era superior a sus fuerzas. Con tan solo verlos, algo en él se removía y su natural tranquilidad se convertía en nerviosismo y en algo que aunque no se podría calificar de odio, se le parecía mucho. Las fatigas económicas sufridas en su niñez en la que comer tres veces al día era como las modelos de las revistas, que existir, existían, pero solo en fotografía; y los duros momentos pasados para poder sacar adelante a su prolija familia, hicieron brotar esos sentimientos hacia los ricos.
-¿Porqué sientes eso, mi hombre?- le decía preocupada mi abuela-. Si no conoces a la mayoría. ¿Te han hecho algo?
-No, mujer. No los conozco personalmente, pero no me hace falta para saber que son todos iguales. –Le respondía mi abuelo, y comenzaba a sacar todo aquello que llevaba dentro y que tanto le alteraba-. Siempre han estado ahí, arriba; sintiéndose superiores y tratando a los pobres como si fueran basura, solo meros instrumentos para obtener dinero. Nunca se han preocupado por nadie que no estuviera dentro de su ámbito. Les gusta presumir, aparentar, ocupar los primeros puestos. -Y seguía, cada vez más irritado-. ¡Míralos! ¡Míralos a todos ocupando los primeros bancos en la Iglesia! ¡Y comulgan! ¡Qué buenos somos, se dicen! ¡Mirad, mirad como nosotros cumplimos con nuestro Señor! ¡Asco! ¡Asco, es lo que me dan! Y como enseñan la peseta que echan en el cepillo… Si es que la muestran a la gente abanicándose con ella. ¡Una peseta! ¡Una mierda de peseta cuando tienen millones de ellas!
Mi abuela lo rodeaba con sus brazos e intentaba calmarlo, pero él seguía y seguía despotricando hasta que con la voz ya ronca se sentaba en la mesa de la cocina… y lloraba.
-No es justo, mujer. No es justo.
……………………
-¿Puede darme una limosna? – El mendigo apareció de la nada. Bueno, más que de la nada, apareció de rodillas en el suelo con la mano izquierda extendida hacia mi abuelo y la otra en el pecho-. -¿Una ayuda, por favor?
Mi abuelo acababa de salir de misa de doce. Siempre que le dejaba su profesión acudía con mi abuela, sus hijos y su nieta a la eucaristía que celebraba su amigo Froilan “El Comeostias”. Había salido como siempre, feliz de estar toda su familia junta, contento de poder sentir a Dios, pero irritado de ver a los fariseos de los ricos haciendo ostentación. Como siempre, se despedía de su mujer y sus hijos, y se encaminaba al encuentro de su cuadrilla de amigos para tomar unos chatos de vino al “Bar Bero” antes de comer.
Mi abuelo siempre fue un hombre que no podía dejar de apiadarse de las desgracias humanas y buscando en sus bolsillos sacó una peseta, la puso en la mano del indigente y siguió adelante.
-¡Una peseta! -exclamó el pobre-. ¡Usted debe de ser rico!
Mi abuelo se detuvo y como si de un insulto se tratase se volvió y le espetó: -¡Yo no soy rico! ¿Me entiendes? ¡Yo no soy rico!-.
Le observó detenidamente. Seguía en la misma posición: arrodillado y con la mano extendida, donde aún seguía la moneda, la barba y el pelo muy largos, sus ropas sucias y realmente desagradable a la vista.
-Lo siento, señor. No era mi intención molestarle –dijo el mendigo bajando la cabeza-.
-No, no pasa nada. Tranquilo. Ya puedes perdonar. Es que no me gusta esa palabra.
-¿Qué palabra, señor? -preguntó el pobre, mientras levantaba la cabeza y miraba a los ojos a mi abuelo-.
-Rico -respondió mi abuelo-. Odio a los ricos… Como tú.
-Yo no odio a los ricos, señor.- Mi abuelo se acercó aún más.
-¿Tú no odias a los ricos? ¿Tú no piensas que estás aquí, debido al egoísmo de ellos?
- No, señor. Yo no estoy así por culpa de los ricos.
- Entonces, ¿cuál es el motivo de tu mísera situación? –siguió preguntando mi abuelo con extrañeza.
- ¿Tiene usted hijos, señor?
Mi abuelo, no comprendiendo el porqué de la pregunta, dudo en responder, pero algo le decía que no había mal alguno en aquella persona.
-Ocho. Tengo ocho hijos… y una adoptada.
-Ocho… Debe de ser difícil de alimentarlos, ¿no?
-Si, la verdad es que es duro. Pero, gracias a Dios, mi profesión me lo permite.
- ¿En que trabaja, señor? Si no le molesta contestarme, claro.
- Soy picador.
- ¿Minero?
- No, de toros.
- Extraña profesión… Hay que derramar sangre para que otros sean felices. ¿Y le da para vivir?
- Bueno, me defiendo bastante bien gracias a ella.
- ¿Y casa, señor? ¿Tiene usted casa?
Mi abuelo se estaba cansando ya. ¡Quién era aquel hombre que quería saber tanto de su vida! Era un mendigo, él le había dado una limosna – y muy generosa, por cierto –y ya está, se acabó el tema; cada uno por su camino.
-Bueno, adiós. Tengo prisa. – Mi abuelo se dio la vuelta y se encaminó al Bar para encontrarse con sus amigos, no sin cierta desazón después de las últimas palabras que escuchó-.
- Picador… usted también es rico. No se juzgue tan duramente.
Una fotografía muestra este momento. Mi abuelo se va alejando. El pobre sigue de rodillas. Se está apartando el pelo largo de la cara y unas heridas aparecen en su frente. La moneda ha desaparecido de la palma de la mano; en ella se puede ver algo parecido a una llaga.
Detrás, con la difícil caligrafía de mi abuelo:
- No le volví a ver más.
- Entendí sus palabras: Hay que derramar sangre para que otros sean felices.
- Mi alma descansó a partir de ese día.
Al ser su primer nieto me dejó una foto como recuerdo La guardo con mucho cariño, y siempre que escucho a Víctor Manuel me acuerdo de ella.

Sí, mi abuelo también fue picador.

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