domingo, 14 de octubre de 2012

La primera montura.


Mi abuelo también fue picador.

En los últimos años de su vida nos contó a los nietos que él también tuvo dudas en su vida. La más importante fue como llamar a su primera montura.

A la edad de catorce años inició el aprendizaje de la profesión que le llevaría a la fama como segundo picador de Antoñito “El Cojo”, gran maestro de la lidia del toro por muchas plazas de España – y de Franco en aquella época-.
Mi abuelo siempre fue un enamorado del caballo, aunque tenía cierta querencia hacia las yeguas. Los caballos y yeguas que poseyó eran queridos e idolatrados por él tanto o más que lo que sentía hacia mi abuela, o hacia “Paloma” (la cerda ibérica que ganó a las cartas jugandose a la parienta).
Nos contaba -y tengo que reconocer que nosotros los nietos, a aquella temprana edad, no llegábamos a entenderlo muy bien-, que el mayor placer de su vida lo había encontrado sintiendo entre sus piernas el poderío, la fuerza y la nobleza, tanto de un buen caballo, como de mi abuela – de “Paloma” nunca dijo si llegó a experimentar tales sensaciones, pero con lo canalla que era mi abuelo…-.
Mi padre siempre dijo orgulloso que yo era la viva imagen de mi abuelo pero juro solemnemente que jamás he montado un caballo, una abuela (de momento no tenemos nietos), ni una… – bueno, hablemos de mi abuelo, que a eso hemos venido-.
Como decía, mi abuelo se formó profesionalmente apenas le habían salido pelos en los hue…, carrillos de la cara. Para ello tenía que trasladarse a diario a los establos de “la Cuadra Babieca”, que eran propiedad de D. Rodrigo Díez de Bibar – apodado “El Cid”, sin que nadie, a día de hoy, haya averiguado el porqué de dicho apodo-.
La cuadra se encontraba situada a quince kilómetros de distancia y por dicho motivo mi abuelo decidió comprar su primera montura. Y para ello aprovechó la ocasión en que José Heredia, un gitano quinquillero, acertó a pasar por el pueblo vendiendo su mercancía. El gitano era conocido como “El Atila”, ya que a su cargamento de cazuelas, platos, cucharas, cuchillos y productos varios, ofrecía también un maravilloso herbicida de creación propia, cuya fórmula era un secreto mejor guardado que el del crecepelo de Anasagasti; el producto era de resultados tan extraordinarios que allí donde era administrado no crecían las malas hierbas – que no crecieran tampoco “las buenas” era un pequeño inconveniente, pero, qué producto no tiene sus efectos secundarios.
- Othar, se llama Othar -le dijo “Atila” en el momento en que mi abuelo preguntó el precio-. Como el caballo de Atila, claro.
La verdad es que estaba en unas condiciones lamentables, y tuvo muchas dudas en decidirse. Gracias a que era un chaval ahorrador y a la providencia de Dios -que consistía en una pequeña sisa realizada al cepillo de la iglesia durante los años que ejerció como monaguillo de la misma- lo pagó a tocateja. Tampoco terminaba de convencerle lo de Othar -ya que tenía ciertos problemas lingüísticos con la H-, así que le puso de nombre “Bucefalo”.
Una fotografía muestra el aspecto que ofrecía “Bucefalo” tras unos meses a cargo de mi abuelo.
Mi abuelo aparece montado en “Bucefalo”. Éste, de tan limpio que está, brilla al sol. Como tenía que volver de “La Cuadra Babieca” a altas horas de la noche, le había colocado en el frontal el faro derecho que había tomado prestado a un seiscientos, de uno de Madrid; que por cierto, esta vez, no había acertado al pasar por allí. El foco era alimentado por una batería de camión que mi abuelo había sujetado en los cuartos traseros con una buena cuerda de esparto.
Hay que reconocerlo: “Bucefalo” parecía un cuadro… de Picasso.
Detrás, con la difícil caligrafía de mi abuelo:
¡Qué buena montura fue “Bucefalo”… mi primera bicicleta!
Al ser su primer nieto me dejó la foto como recuerdo.
Guardo esa fotografía con mucho cariño, y siempre que escucho a Víctor Manuel me acuerdo de ella.

Sí, mi abuelo también fue picador.

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