miércoles, 17 de octubre de 2012

Hay que ir siempre.




Mi abuelo también fue picador.
En los últimos años de su vida nos contó a los nietos que a veces tuvo dudas de ir o no ir.
Mi abuelo fue segundo picador de Antoñito “El Cojo” durante toda su vida laboral (nunca llegó a ser primer picador ya que este cargo lo ocupaba un “cuñao” del diestro -hermano postizo de su mujer-, y ya se sabe que mandan dos tetas de una carreta que marinero sin patrón, o algo parecido).
Antoñito “El Cojo” -llamado así por su maestría con la muleta- fue un gran torero que mostró su arte por casi todas las plazas de España (creo que en la plaza de toros de Baltanás, en la provincia de Palencia, no llegaron a degustar su arte; pero bueno, ellos tenían al “Regio” que le andaba a la zaga).
Fue longeva la carrera taurina de mi abuelo, ya que el “El Cojo” no se cortó la coleta hasta que, aquejado de demencia senil, quiso recibir a “ portagayola”al Talgo Madrid-Sevilla a su paso por Posadas. Como consecuencia de ese recibimiento “El Cojo” fue ovacionado durante diez minutos…a su salida de la plaza de toros de Córdoba –donde fue velado su cadáver-.
Nos decía mi abuelo que durante tantos años de ir de un sitio a otro había tenido ocasión de trabajar en festejos taurinos de de todo tipo: desde Las ventas, La Maestranza o Vista Alegre, hasta plazas formadas por carros y carretas en pueblecitos perdidos de la España más profunda. Siempre había que ir, fuera donde fuera la corrida.
Recordaba con mucho cariño un pueblecito de la provincia de Badajoz al que acudieron por las fiestas en honor de su patrona: La Virgen de Guadalupe. Era un pueblo pequeño con apenas dos docenas de casas construidas alrededor de la iglesia y la plaza situada frente a esta: un pueblo realmente pobre.
“El Cojo” y su cuadrilla acudieron al evento –porque había que ir-, pero se llevaron una nefasta sorpresa: habían sido estafados por el promotor taurino; tanto ellos como el alcalde, el cual había abonado una considerable cantidad recaudada entre todos sus convecinos. No solo no aparecía el promotor, ni el dinero, sino que los toros también se habían dado a la fuga junto con él.
Y allí estaba “El Cojo”, mi abuelo, la cuadrilla, los carros de labranza formando un círculo alrededor de la plaza, los convecinos montados en ellos y ni un solo toro que llevarse el capote.
Así que se procedió a suspender el festejo; los vecinos habían perdido las perras; la cuadrilla los gastos del viaje; y el apoderado se llevó recuerdos para todos los miembros de su familia -fallecidos incluidos-.
Mi abuelo –que era listo como el rayo, y que más parecía abuelo de Mac Giver que de un servidor- solo tardó dos minutos en montar un festejo taurino que ha pasado a los anales de la historia de aquel pueblecito (hoy en día cuenta con más de 10.000 habitantes).
A las cinco en punto de la tarde comenzó la fiesta. “El Cojo” y su cuadrilla, debidamente formados, comenzaron el paseillo en dirección a la autoridad presente, formada esta por el alcalde y Eulogio “El pregoneeeero”. Iban precedidos por dos pastores, cada uno con una cabra negra al cuello, que tal parecían el negativo de una fotografía del buen pastor tras hallar la cabra perdida. No era lo mismo que los alguaciles a caballo, pero a emoción no había color.
El alcalde dio el permiso correspondiente para el comienzo de la lidia y el diestro y sus subalternos se prepararon para recibir al primero de la tarde. Como no había clarín Adela la de la botica cantó una saeta y se abrió la puerta de toriles, que en realidad eran dos palos atravesados entre dos carros. Apareció por ella, con trescientos kilos de peso, sin divisa y de color negro zahino: “Cantinerito”: el burro que daba vueltas a la noria del alcalde.
“El Cojo”, tras uno de los burladeros – que era una puerta vieja de un pajar- y con el capote mordido por su parte superior observaba detenidamente la querencia de “Cantinerito”. Era bravo y no perdía el recorrido: daba vueltas a velocidad constante al ruedo (¡qué se va a esperar de un burro de noria!). El maestro observó, gracias a su gran experiencia, que aquel animal tenía faena y se lanzó a los medios. Abrió el capote y se preparó a recibirlo de rodillas. “Cantinerito” no le hizo ni puñetero caso. -Si la montaña no va a Mahoma, Mahoma ira a la montaña- pensó-, y se dirigió con paso resuelto y andar torero (como no podía ser de otra forma, claro) hacia Maho…, perdón hacia “Cantinerito”.
Le dio dieciocho capotazos el tío, y sin moverse del sitio; capotazo, vuelta, capotazo, vuelta y así dieciocho veces. El último lo remató con una chicuelina que levantó al público de sus carros al grito de: torero, torero.
Adela cantó esta vez una jota aragonesa y se procedió al tercio de varas. Ahí entró mi abuelo en acción: guapo, altivo; montado en su caballo sujetando con la mano izquierda las riendas y con la derecha la vara. Se fue directo hacia “Cantinerito”. ¡Siete! Siete vueltas estuvo mi abuelo tras el burro y no hubo manera de alcanzarlo. Así que, casi mareado, decidió ir al centro de la plaza y picarlo desde allí. El jumento debía de ser sordo, porque mira que mi abuelo le citó, le recitó y hasta le llamó “hijo de mula”, que ni se inmutó. Los asistentes, viendo los esfuerzos realizados por el picador, decidieron dedicarle una gran ovación a la que este correspondió quitándose el castoreño.
Adela se atrevió con un chotis y se dio paso al tercio de banderillas. Los banderilleros salieron al ruedo, pero en vez de las banderillas decidieron ponerle una gavilla de alfalfa y un cubo de agua, que “Cantinerito”, agradecido, correspondió con un par de rebuznos de alegría. Las banderillas, con su aceituna, su pimiento y su cebolleta, acompañadas de un buen trago de vino, se las pusieron al caballo de mi abuelo; pero como este parecía desganado tras dar tanta vuelta, se las tomaron “El Cojo” y su cuadrilla.
La mitad de la faena estaba realizada. La bravura de “ Cantinerito” había sido rebajada mediante el capote, la vara y las banderillas; ahora llegaba el momento cumbre de la lidia: la lucha entre el hombre y el animal. Ellos dos solos en el ruedo; el animal con sus astas y el torero con la muleta y la espada. Como el burro no tenía astas, en vez de coger una espada, “El Cojo” utilizó la pata de palo que había heredado de su padre (el padre de “El Cojo” había sido ballenero y, según dicen, una ballena blanca fue la causante de que no pudiera salir con los dos pies por delante el día de su funeral; pero esa es otra historia.
Con la muleta, “El Cojo” estuvo inmenso. Con la mano izquierda, con la mano derecha, por alto, por bajo, naturales, manoletinas e incluso “dos saltos de la rana” le pegó a cada paso por vuelta. ¡Ole! ¡Ole! ¡Ole! Gritaba el público a cada muletazo. La plaza se venía abajo.
Llegó por fin el arte supremo de la espada, pero tras comprobar la bravura de “Cantinerito”, “El Cojo” tomó la pata de palo de su padre, la clavó en la arena, y dirigiéndose al alcalde pidió el indulto- Fue concedido inmediatamente. El público sacó los pañuelos -no se podía afirmar que eran blancos impolutos ya que en aquellos tiempos no se había inventado la lavadora y el Dixán, pero tenían un pase. El alcalde puso tres pañuelos blancos delante de sí: dos orejas y el rabo. “Cantinerito” fue sacado de la plaza en medio de una gran ovación. “El Cojo” y su cuadrilla dieron tres vueltas al ruedo (en esta historia se dan más vueltas que buscando un certificado en Hacienda). En vez de mostrar los trofeos correspondientes, el diestro llevaba en sus manos una botella de vino y un bocadillo de chorizo.
Pero la corrida debía continuar. Faltaban cinco toros. Una fotografía muestra el final apoteósico del festejo.
Al ser su primer nieto me dejó la foto como recuerdo.
En ella se ve a “El Cojo” saliendo a hombros de la humilde plaza. La cuadrilla también es sacada de la misma forma. Incluso el caballo de mi abuelo aparece en volandas llevado por cuatro mozos del pueblo, tocados con boina y con una sola ceja de oreja a oreja.
Tras ellos aparece “Cantinerito”, una cabra, un cerdo, una gallina, un pato y un gato negro.
Detrás, con la difícil caligrafía de mi abuelo:
-El gato fue difícil, pero le hicimos una buena faena.
- A veces, aunque tú vayas, ellos ganan.
Guardo esa fotografía con mucho cariño, y siempre que escucho a Víctor Manuel me acuerdo de ella.

Sí, mi abuelo también fue picador.


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