viernes, 8 de febrero de 2013

En un hospital francés.

Aquel tipo no me cayó bien desde el principio.
Es cierto que no soy una persona afortunada; los premios los reciben otros mientras yo solo puedo presumir de que me toquen las “pedreas” -aunque a veces son más pedradas que pedreas-. Yo no soy de los que se esconde en un pajar y se pincha con la aguja; sino más bien de los que intenta enhebrar una aguja y le cae un pajar entero en la cabeza, pero también es mala suerte que te rompas la clavícula en “chez les enfants de la patrie”, te lleven a un hospital “franchute” y te toque de vecino de cama uno de Bilbao al que han apuñalado. ¡Joder, podía haber sido de Cuenca! Pero no, de Bilbao, Bilbao era el “gachó”. Yo nunca tuve inquina hacia los de la capital del Mundo… hasta que me vi compartiendo habitación hospitalaria con uno de las siete calles. Y eso es lo que yo le decía continuamente: ¡que te calles! Es que el tipo no hacía otra cosa que preguntar: ¿porqué? ¿porqué?.¡Joder, ¿porque?,: por “pesao”; no me extraña que le apuñalaran!
Era raro de narices el tío. Mira que fuimos tratados con cariño durante nuestra convalecencia; pues nada, el chaval no hacía otra cosa que pedirle al enfermero que le pegara un morreo: y eso que era negro como los cojones de un grillo, aunque tenía los labios abultados y carnosos.
El Embajador español se personó varias veces por el lugar interesándose por el convaleciente; con su traje y su corbata oscura (no como la del patrón) pero el gudari se hizo el sueco.
Una enfermera le ofrecía todos los días agua, pero creo que el andoba no se enteraba.
Pero lo peor fue cuando llegó la familia. ¡hasta un aurresku le bailaron en su honor! Eso sí tengo que reconocer que fueron amables conmigo y me invitaron a probar una mermelada de pimientos que quitaba el sentido.

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