sábado, 29 de marzo de 2014

La galerna

eltumbaollas dijo:
¿Qué cojones es una galerna?
Aparecieron dos bultos en la playita de Ontón, eran las dos chicas; faltaba el otro cadáver. A mí nadie me preguntó pero supe cómo se inició la tragedia. Una tarde aburrida de Agosto remaba en el viejo bote del Club Náutico de Castro Urdiales (CNCU) quizá buscando piratas pues no tendría más de diez u once años. Acababa de oír por primera vez la palabra galerna pronunciada con entonación castreña por un marinero vestido de azul al que llamaban Ochoa. Viene Galerna, dijo con un Ideales en la boca y esa mirada, que alcanza más lejos, propia de los hombres de mar. Seguí su mirada y el horizonte parecía una mancha negra de turballón. El Nordeste ya soplaba pero la temperatura aún era agradable. Yo sabía que si el mar se volvía negro había que ir a casa a por un chubasquero y merendar. Me dispuse a abandonar la balsa en la que enredando entre los Optimist me bañaba una y otra vez. Cogí el bote para acercarme a la escala pero antes me di una vuelta entre las embarcaciones exprimiendo hasta el último minuto antes de la lluvia y sintiéndome un pirata cruel o un remero de trainera ballenera. De repente dejé de remar; allí estaban las dos chicas y un chico de unos dieciocho años aparejando torpemente un viejo Snipe de madera. No lo sabía entonces pero mis impulsos sexuales preadolescentes me dominaban y me quedé observando a las chicas. Miraba su pelo, sus pulseras, llevaban chicles en sus bolsos y olían mejor que mis hermanas. Él era de Madrid y ellas de Bilbao. Recuerdo el apellido de él pero a ellas las olvidé adrede. Una me llamó y lo hizo por mi nombre. ¡Me conocía! Remé con fortaleza y acudí a su llamada con gran determinación. Me echaron una escota y me pidieron que les remolcara un poco hasta acercarles a la bocana. Amarré con habilidad el cabo a una cornamusa de popa y comencé a bogar. Les miraba mientras intentaban izar la mayor y una se arrebujó para tratar de encender un Winston. Viene galerna, dije como si supiera de lo que hablaba y presumiendo de marino. El chuleta madrileño, con desprecio, me dijo que qué cojones era una galerna; me puse rojo y sentí una mezcla de odio y envidia. Quizá era sólo envidia que siempre envuelve odio. Después de soltarles remé de vuelta al Náutico viendo cómo se peleaban con el foque y el negro mar se acercaba.
En la cena reñía con mis hermanas agotando la inmensa paciencia que mi abuela nos otorgaba cuando, no sé cómo, llegó la noticia: tres chavales que habían salido a navegar no habían vuelto. Sentí el primer gran golpe en mi alma. Se hizo un silencio pastoso en todo el pueblo y deseé morir. Acabé la cena como pude y en vez de pelear con mi abuela por la hora de acostar me escondí en la cama. Sin lágrimas lloré del alma, sin lágrimas lloré de terror, sin lágrimas lloré de culpa. Recé, recé y recé pidiendo que fuera un error y que todos se reirían del malentendido. Por la mañana, más temprano que nunca y sin desayunar corrí con mi bicicleta GAC hasta el Náutico. No me atreví a entrar por el terror a que me acusaran y que todos supieran que yo fui el culpable.
Primero apareció el Snipe boca abajo, después las dos jovencitas en la playa de Ontón. A él lo vieron en unas rocas de Mioño. Y mi infancia se agotó.

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