domingo, 2 de septiembre de 2012

El malo de la película.


Mi abuelo también fue picador.
En los últimos años de su vida nos contó a los nietos que él nunca quiso ser el malo de la película.
Mi abuelo no era idiota; un poco canalla sí, pero idiota no; y malo, lo que se dice malo, tampoco; sino que tenía la costumbre de encontrarse siempre en el sitio y en el momento justo donde no debía de estar y realizando lo que no debía de hacer.

En su infancia había pasado graves deficiencias culinarias; o quizá fuese más acertado llamar a esa escasez alimentaria: hambre. Pero mi abuelo comía caliente, eso sí; gracias a que mi bisabuelo se quitaba el cinto bastante a menudo como premio a las constantes desubicaciones espacio-temporales de su hijo.

La infancia de mi abuelo transcurrió en una época en que los españoles, a consecuencia de los bajos salarios, malas condiciones laborales y grandes diferencias entre clase sociales, tuvieron verdaderos problemas para poder comer dignamente. El pan negro era apreciado en la mesa como si de una mariscada se tratase, y el comer carne dependía del termómetro: si la temperatura ascendía a más de treinta grados y la canícula estival hacía acto de presencia, se podían abrir de par en par las ventanas y la puerta de la casa para que las moscas acudieran ( como lo que son: moscas) a refugiarse en el puchero de sopa, aportando un alto valor nutritivo a la misma, ya que el hueso de jamón, utilizado en incontables ocasiones para tal menester, tenía menos carne que el tobillo de un jilguero.
Otra de las excelencias culinarias usadas en aquellos tiempos era la sopa de piedras: una buena cazuela puesta al fuego, agua hasta los bordes, sal al gusto y dos cantos “rodaos” por comensal. Se calentaba el agua hasta alcanzar el punto de ebullición, se le añadía la sal y se introducían en la cazuela los cantos “rodaos”. A los dos minutos (segundo arriba, segundo abajo) se retiraba esta del fuego, se tapaba con un paño y se dejaba reposar durante cinco minutos (segundo arriba, segundo abajo). Antes de servir se retiraban las piedras, que ya habrían dado su sabor, y se guardaban bajo una capa de estiércol de origen animal (no racional, a poder ser) para una próxima utilización en tan deliciosa sopa.
Mi abuelo, una vez asentado como segundo picador del famoso torero Antoñito “El Cojo”, y recién casado con mi abuela se prometió a sí mismo que nunca sería el malo de la película. Una fotografía lo muestra con claridad.
Al ser su primer nieto me dejó la foto como recuerdo. Mi abuelo se halla en la cima de un altozano. Observa el vuelo de una cazuela y dos cantos “rodaos” que ha lanzado con rabia hacia lo alto, y que el viento, muy fuerte en aquellos momentos, aleja ladera abajo. La expresión de su cara y el rictus de su boca parecen reñir al viento.
Detrás, con la difícil caligrafía de mi abuelo: Juro por Dios que nunca volveré a pasar hambre.
A partir de entonces mi abuelo fue conocido con el apodo de “ Señorito Escarlata”
Guardo esa fotografía con mucho cariño, y siempre que escucho a Víctor Manuel me acuerdo de ella.

Sí, mi abuelo también fue picador.


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