domingo, 17 de enero de 2016

Cobarde

Cobarde.
El fuerte sol del mediodía golpea mi rostro con fuerza y mis ojos, entrecerrados, no pueden reprimir las lágrimas. Un dolor intenso en el hombro, seguramente una flecha, me mantiene consciente. Todo es silencio. Hacia mí llega el olor a hierba pisoteada y muerte. Mi mano sostiene aún la pequeña espada forjada malamente, a toda prisa y virgen de sangre, que se me otorgó antes de la contienda. El recuerdo de la tensión que sentí al abalanzarme sobre el enemigo, tras la orden de Olaf, hace que mi cuerpo se estremezca y los recuerdos se agolpan en mi mente: el cielo azul al romper el alba; los verdes pastos rociados de gotas de plata; la música al balar el rebaño; el agua fresca del arroyo saciando la sed; el queso agrio y el pan dulce en la boca; la luna en lo alto iluminando el regreso; los besos de miel de una madre; el asentimiento orgulloso de un padre y los sueños de ser algún día el rey del universo. Sonidos a mi derecha. No respiro. Una voz. –Rematad a los heridos. –Que no quede ninguno.
Noto como algo se interpone entre mi cuerpo y el sol. Sin poder evitarlo entreabro mis ojos y vislumbro, ante mí, la forma de un hombre enorme. Su peto, de cuero curtido, chorrea sangre y su barba, del color de las zanahorias recién sacadas de la tierra, está empapada de saliva. Me mira fijamente y levanta su enorme espada con las dos manos. La empuñadura desprende un rayo de luz. Parpadeo y gimo débilmente: -Por favor…. Duda un instante… y el arma cae con fuerza sobre mí. Se clava en la tierra a escasas pulgadas de mi cabeza. Otra voz: -¿Estaba vivo? –Por si acaso –contesta el guerrero. Saca la espada de la tierra y se da la vuelta. Vuelvo a respirar. Detiene sus pasos, gira la cabeza y susurra: -Acuérdate de mí cuando estés en tu reino-.

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