domingo, 17 de enero de 2016

En el valle.

En el valle.
El amanecer llegó sin apenas darnos cuenta y algunos de nosotros aún presentábamos en nuestros cuerpos las secuelas de innumerables brindis realizados a la luna llena que surgió aquella noche, muchos juramentos a las estrellas que la cortejaron y demasiado vino agrio, pero suculento, en nuestras venas. Colocarnos en nuestra posición de batalla no fue tarea difícil, ya que el exhaustivo entrenamiento al que habíamos sido sometidos durante meses, en los que el dolor y el sufrimiento atormentaban nuestros miembros en cada movimiento, había dado sus frutos y a ello se añadía la resiliencia que nuestra raza portaba en sus genes. El triángulo de ataque se formó en silencio, sin prisa, sin pausa. Olaf, con su espada en la mano derecha y el escudo cubriendo su flanco derecho ocupaba el vértice inferior. Los doce formábamos detrás de él. Los lanceros se agrupaban cobijándonos y los portadores de espadas y flechas ampliaban el abanico. Cinco mil hombres. Cinco mil almas. Cinco mil rostros. Miles de litros de sangre dispuestos para ser derramados por su rey.
El amanecer llegó sin apenas darnos cuenta y el enemigo se nos ofreció en su inmensidad. Miles y miles cubrían las lomas que, ante nosotros, casi rodeaban el pequeño valle. Caballería a la izquierda, lanceros en el centro, espadas a la derecha. Detrás, en silencio, el brillo del débil sol sobre la madera de una inmensidad de arcos.
Una figura, dando saltos inconexos, descendió por la ladera; portaba una bandera blanca y hasta nosotros llegaba el tintineo cascabelero de su traje de bufón. Se detuvo a medio camino. Olaf giró su cabeza y me miró a los ojos, como siempre hacía cuando de algo importante se trataba. “Tráeme su sonrisa” –me dijo sin rebozo-. Así mi espada, apoyé mis pies con fuerza en la tierra, y me lancé sin miedo hacia mi presa.

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