domingo, 17 de enero de 2016

Marchando.

Marchando.
Los días se hacían eternos y las noches no tenían principio ni final. Un pueblo que caminaba entre nieblas buscaba una luz mirando siempre al frente y había olvidado, a duras penas, lo que había quedado detrás. Un niño los conducía y el simple vuelo de una oropéndola , con su plumaje dorado, hacía renacer en sus corazones una esperanza al confundirla con un rayo de sol, en medio de la negrura de un camino cuajado de esfuerzos por dar el próximo paso. No había entre ellos ninguno que destacara en arte alguno; exceptuando las prodigiosas manos de mujeres acostumbradas a preparar un escaso condumio con agua del arroyo, un níscalo encontrado bajo los pinos y trozos secos de alguna rata cazada a pedradas. Olaf marcaba el paso. Los demás pisábamos sobre sus huellas. La sangre inocente, derramada por los nuestros sobre la tierra que nos vio nacer, se nos agolpaba en los ojos y Olaf llevaba el alfanje boca abajo, a la funerala, en señal de duelo.

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