domingo, 17 de enero de 2016

Dejando muertos en el camino.

Dejando muertos en el camino.
Lo que quedaba de un pueblo, en otros tiempos numeroso, orgulloso y pagado de sí mismo, caminaba dirigido por un adolescente de apenas catorce años que sólo destacaba por el alfanje que lucía en su mano cuando lo levantaba cada mañana señalando hacia la salida del sol… el día que salía. Nuestra delirante marcha hacia ninguna parte menguaba los componentes del grupo a cada paso que dábamos, y aún así Olaf no cejaba en dar ánimos a los supervivientes. Mirábamos hacia atrás y no era difícil vislumbrar el cuerpo de un niño caído, inerte y falto de hálito vital; o una mujer a su lado derramando lágrimas, y esperando la llegada del momento de acunar a su ser más querido en las estrellas; o un anciano curtido por el paso del tiempo, marcando en su cara las arrugas del peso de la azada y el arado o mostrando en su cabeza las canas oscuras de una vida a golpes de coraje. Día a día, noche a noche, entrábamos en una espiral que tenía un principio, pero no parecía tener final. Subido a una loma, vislumbrando como el atardecer cambiaba los colores del cielo en la lejanía se volvió hacia nosotros. Unos dos centenares de personas salimos de la aldea tras el ataque del rey Mignón… apenas dos docenas nos manteníamos en pie tras nuestro rey.
-¡La vamos a liar¡ -gritó enfurecido-. ¡La vamos a liar!
Y vaya si la liamos, Rey Olaf. Vaya si la liamos.

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