domingo, 17 de enero de 2016

Tras la batalla.

Tras la batalla.

Clavé la lanza en el árido terreno y la sangre acumulada en su vara de roble resbaló por ella formando un pequeño charco, púrpura como el uniforme del enemigo, a sus pies. Levanté la cabeza y desafié con mi voz los gemidos moribundos de los heridos en el campo de batalla. -¡Almoneda! ¡Almoneda! –grité, mientras depositaba en el suelo el botín obtenido. Mediocres en el arte de la guerra se acercaron de inmediato, sin demora, intentando obtener por unas míseras monedas de cobre la gloria que no habían conseguido con las armas. Alguno preguntaba con la cabeza gacha el precio de un objeto concreto, pagaba lo estipulado y marchaba sin mirar atrás; pero muchos llegaban eufóricos, llenando mis oídos de fingidos dingolondangos, para obtener una mejora en la subasta. Mi bolsa se llenaba mientras cascos, escudos y puñales de hierro desaparecían en manos de falsos héroes. Con todo vendido levanté la lanza, dí la espalda a aquella tierra estéril y dirigí mis pasos hacia otros lugares, otros terrenos, otros campos que regar con sangre, abonar de huesos y recolectar despojos.

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