domingo, 17 de enero de 2016

Tras la batalla.

Tras la batalla
Olaf, agarrado a mi mano, miró en derredor. Nunca he podido saber que pasaba en aquellos momentos por su cerebro. Yo seguí su vista y me encontré rodeado de humo, llanto y fuego. La aldea, nuestra aldea, derramaba sangre aquella mañana. Sangre inocente por todas partes resbalaba tiñendo el lugar que había sido cobijo, refugio y hogar de hombres y mujeres que solo aspiraban a respirar cada día. Catorce años tenía Olaf; ocho veranos había sobrevivido yo. Mujeres y niñas se abrazaban a cuerpos inertes, repletos de heridas mortales, maldiciendo a quienes las infligieron o susurrando letanías a dioses ancestrales, mientras un atisbo de cálido sol hacía presente el escenario de aquella matanza.
-¡A mí! -gritó-. ¡A mí!
El silencio siguió a su llamada. Ojos temerosos levantaron sus miradas y leves movimientos se sucedieron. Las viudas fueron las primeras en acercarse, las huérfanas las siguieron, los niños pequeños, viéndose desprotegidos, acudieron buscando refugio. Todos los sobrevivientes de aquella desigual contienda rodearon a Olaf. Él los miró a cada uno de ellos a los ojos, como siempre hacía cuando de algo importante se trataba. Se dirigió al pequeño aljibe que suministraba agua potable, situado en el centro de la aldea, y sumergió en él su débil brazo. Un alfanje surgió asido, como si una prolongación se tratara, de su mano. Lo elevó hacia el cielo. Una mujer, vestida de negro, con lágrimas en los ojos y rastro de sangre en sus dedos le ofreció un alfajor. Olaf lo aceptó con el mismo amor que un padre recoge en sus brazos a su hijo, lanzado por los aires, el día que cumple otro año de vida. Se lo metió en la boca y masticó despacio, degustándolo.
-¡Nos vamos! –gritó-. ¡Nos vamos!
… Y nos fuimos.

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