domingo, 17 de enero de 2016

Otros recuerdos.

Otros recuerdos.
Mi madre yacía en el suelo y el cuerpo de mi padre, como una sábana mortuoria, la envolvía. Una espada atravesaba a los dos. Durante muchos años sus cuerpos se habían unido para dar vida y ahora, del mismo modo, con un abrazo acogieron el paso infame de la muerte. Él aún mostraba cazcarrias en su capa de piel, que se habían secado debido al inmenso calor que desprendían las casas incendiadas de la aldea. Ella sostenía entre sus dedos una vedija, blanca como la inacabada camisa que descansaba en la rueca tras la que me había refugiado instantes antes de la entrada violenta de los soldados del rey Mignón. ¡Parné! ¡Parné! –gritaban, mientras yo cerraba los ojos como un pazguato. Ni una sola lágrima derramé al ver a mis padres muertos: un niño de ocho años tiene maneras, a veces no racionales, de apencar con los acontecimientos que le suceden. Salí al exterior. Todo era humo, sangre y llanto. Lo vi en el centro de la aldea, en pie, cubierto de barro y mirando fijamente hacia el otero. Gritaba. Me acerqué a él despacio, con cierto miedo –era unos años mayor que yo-. Volvió su rostro hacia mí, me miró a los ojos, como siempre hacía cuando de algo importante se trataba y me tendió la mano. Yo la agarré con fuerza y supe que le amaría hasta dar por él hasta la última gota de mi sangre. Muchos años después descubrí que algunos, en viejas chanzas de tabernas mugrientas, me llamaban el correveidile del Rey. No, yo soy el “correveymata” de Olaf.

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