domingo, 24 de junio de 2012

Valentín.


jachuspa dijo:
Patrón: permiso para subir a bordo.
Buenos días a todos ustedes. Tras unos días alejado del mundanal ruido y de todo atisbo de civilización, paso a ponerme al día del panorama. Les dejo con esta chorrada.
Recuerdo perfectamente el día en que conocí a Valentín. Yo salía de una peluquería que había en la Plaza del Buen Pastor de San Sebastián, (Iñaki creo que se llamaba). Había acudido a ese lugar porque en esos momentos yo era un aprendiz de tontolaba –para el máster tuve que esperar algún tiempo más- y quería cortarme por primera vez el pelo a navaja. Era una estupidez porque, de qué coño sirve un corte de pelo a navaja en un tipo con el pelo rizado; en fin cosas de la edad y de la moda de los blouson noirs, que aunque ya tenían unos años en Francia, aquí los acababa yo de conocer hacía muy poco en un “Salut les Copains” que el Consulado de Francia acaba de tirar a la basura, por caducado.
En aquella peluquería el corte era doble; me explico: primero te cortaban el pelo y luego la respiración a la hora de pagar. Tuve que rebuscar por toda mi anatomía para encontrar el dinero que me faltaba; por poco más dabas la entrada para un piso en Añorga-Txiki.
Recuperado del primer susto, apareció Valentín. Era un día nublado y con sirimiri, lo que añadido a la tardía hora, parecía casi de noche; su imagen me pareció semejante a uno de los protagonistas de la película Gorilas en la niebla. Al principio creí que se había cumplido ese tópico que circulaba por billares y boleras y que hacía referencia a que dos celtas en ayunas colocaban como un trippi. No podía ser cierto, aquello era mucho más cruel. Iba vestido con un sira, esos impermeables azules sin forro y una gorra a juego. Los siras, creo que se decía así, eran la versión proletaria de las gabardinas Burberrys; los anunciaba en televisión un tal Topo Giggio una ratita italiana, precursora de Torrebruno, para la marca Piuma D´oro. Las gabardinas y chaquetas Burberrys siempre fueron objeto de mi deseo; las vendían en Derby una tienda de la Avenida. Con estas prendas me pasaba, curiosamente, lo mismo que con los traseros de las mujeres: cuando veía un culo que me gustaba no lo soltaba hasta que veía otro mejor. Así, estuve estrenando virtualmente prendas de Derby durante años, eso sí, en cuanto llegaba la nueva temporada cambiaba de gabardina y de chaqueta. Todo esto duró hasta que se casó mi hermana y compré, por fin, una chaqueta en ese establecimiento. Casi cuarenta años después, la tengo colgada de un perchero, con la etiqueta hacia fuera, para que se enteren las visitas del poderío que hay en mi casa.
Valentín vivía en una habitación con derecho a cocina, en un piso del barrio de Roteta; cuando hicimos amistad me dijo, que no era con derecho a cocina, sino con derecho a escándalo, debido a las desavenencias conyugales del matrimonio h, en general, del edificio. Físicamente era un híbrido entre el Naranjito y el cantante de Mungo Jerry: del naranjito tenía el aparato locomotor, que permanentemente señalaba las dos menos diez. Era pies planos. Remedaba del cantante una enorme cabeza y unas patillas muy poco afectadas por la sequía. Era tan grande su cabeza, que un día el maestro de la escuela le dijo que, si hubiera sido un globo terráqueo, la Tierra tendría 3 ó 4 continentes más.
No nos engañemos, era feo de cojones. Era tan feo, que las mujeres del barrio, que lo conocían de diario, cuando sus hijos les preguntaban cómo era el coco o el sacamantecas, invariablemente describían a Valentín de una manera tan gráfica, que cuando éste paseaba por las calles del barrio, los niños salían escopetados al colo de sus madres. Pobre Valentín, en cuanto se descuidaba, hasta los perros le meaban en el pantalón.
Valentín era segoviano y un maketo avant la lettre, como pronto descubriría. Había llegado a San Sebastián atraído por la posibilidad de mejorar personal, social y económicamente. Carecía de una gran formación, pero pronto descubrió que los donostiarras sabían menos geografía que él. Cuando paseaba por la calle muchos le llamaban “cacereño” o “coreano”; incluso, sin pudor, le cantaban esta canción: “pantalón de pana/petacho en el culo/cacereño seguro”. Y dale, decía él, sin llegar a entenderlo.
Además de feo, era putero; era de esos hombres que llevaba a las últimas consecuencias el refrán: “sábado, sabadete, camisa nueva y polvete”. Esto último estuvo a punto de costarle un disgusto. Al poco de llegar encontró trabajo en la construcción y cuando fue a firmar el contrato, su mala formación y una hipermetropía latente le jugaron una mala pasada; cuando terminó de leerlo, se dirigió al encargado diciéndole que él renunciaba a las 2 pajas extraordinarias que le ofrecía la empresa en el contrato, a cambio de una financiación, digamos 70/30 del polvete del sábado, como beneficio social. No llegaron a ningún acuerdo, pero no por ello abdicó en la materialización del refrán. Me contaba que, la primera vez que fue en San Sebastián a una casa de putas, acabó en comisaría, detenido por la brigada antivicio, o como se llamara entonces. Sucedió que aterrizó en un putiferio llamado Edaska, en la calle Perujuancho; cuando preguntó el precio de los servicios, aquello le pareció un escándalo. No se marchó del local, pero a la media hora lo expulsaron, porque lo encontraron magreando a la gata de angora de la madame.


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