domingo, 13 de enero de 2013

La biblioteca.


Mi abuelo también fue picador.

En los últimos años de su vida nos contó a los nietos que él tenía un enemigo.

-¿Os acordáis de aquel madrileño finolis que se quedó encerrado toda la noche en “la biblioteca”?
La pregunta realizada por Luis “El Pitxote” provocó recuerdos que desembocaron en carcajadas entre los miembros de la cuadrilla de mi abuelo mientras tomaban unos vinos sentados en una de las mesas del Bar Vero.
“La biblioteca” era un pequeño palomar de adobe cercano al bar en el que habían escavado en su suelo una gran fosa, y que tras colocar estratégicamente unas traviesas de recia madera, y dejando un pequeño hueco, era utilizada como letrina – de ahí el nombre-. La ventilación, indispensable en este tipo de construcciones, se realizaba a través de los dinteles, y los nidales eran utilizados para dejar pequeños objetos con el fin de evitar que cayeran hacia los reinos del inframundo. Había que tener un cuidado especial con la llave del aliviadero, ya que contaba este con una recia puerta de roble y nadie se había preocupado de realizar una copia . Y eso fue lo que le pasó al finolis de Madrid: la llave siguió el mismo camino que la paella que se había metido entre pecho y espalda cuatro horas antes, y aunque estaba a la vista y podía ser recogida con facilidad, al exquisito parece ser que no le gustaba tocar la comida con las manos. Como consecuencia de la pulcritud del usuario, este tuvo que pasarse una noche entera dentro de la biblioteca, sin un solo libro con el que entretenerse, debido a que estas cosas hay que hacerlas a primera hora de la mañana, cuando hay luz suficiente para imprevistos; pero no al anochecer; ya que la única solución que se encontró fue la de quitar unas tejas y entrar por el tejado. Debido a la escasez -por no decir inexistencia- de luz, tal menester se tuvo que dejar para la mañana siguiente, con la casi consiguiente hipotermia del escrupuloso, y el cachondeo general que se generó en pueblo -que dicha anécdota pasó a formar parte de la historia del pueblo y se contaba de año en año, y de generación en generación, como lo realiza el pueblo judío en la Pascua con el Éxodo-.
-¡Picador! No te vaya a pasar a ti lo mismo… Bueno, creo que a ti no te pasará nunca, ya que tú eres más de campo; detrás de un matorral y con una piedra ya te es suficiente ¿verdad?
Quien así interpelaba era Florencio “ El Pajas”, rodeado como siempre –dado su valor- de una cuadrilla de amigos – de lo ajeno- de los cuales siempre iba acompañado, dado que tenía poca facilidad para entablar amistades altruistas, por su querencia a ser un “ malafollá” de tomo , lomo, rabadilla y ternera completa. El tal Florencio era hijo del terrateniente del lugar y sumaba a su poca habilidad para la simpatía, su mordiente fealdad, su exagerada crueldad y una joroba de sandía de cinco kilos que más parecía campanero de Notre´Dame que camello del Teide.
Todo héroe que se precie tiene un acérrimo enemigo y “El Pajas” era el Moriarti de mi abuelo. Nunca hicieron buenas migas. Es más, creo que nunca hicieron nada juntos; excepto que mi abuelo recibía insultos y desprecios del señorito desde que se casó con mi abuela, dejando al otro con un palmo de narices… y tres centímetros de carne entre las piernas, que del disgusto que se llevó tardó tres meses en encontrársela para mear. Así que tuvo que desfogar sus instintos con lo primero que pillaba a mano, y eso – una mano- era lo primero que encontraba a idem. Después descubrió los locales de señoritas con alergia a la ropa y se hizo tan asiduo a ellos que tenía tarifa plana en todos los lupanares de los alrededores.
-Tranquilo. – le decía por lo bajo a mi abuelo “El Susordenes”, sargento de la Guardia civil- ya sabes de quien es hijo y ni se te ocurra ponerle la mano encima si no quieres buscarte la ruina.
Mi abuelo respiró hondo mientras apretaba los puños y una mirada de odio se dirigía al Florencio. -Dame la llave del cagadero –dijo-.
……..
La primera ostia fue en plena nariz, la segunda en la boca del estómago; la patada en los huevos y el carro de varazos que vinieron después en la joroba ni los sintió, ya que había perdido el conocimiento con las dos primeras muestras de cariño.
…………
-Picador, tuviste suerte de que se te cayera la llave y te quedaste encerrado en la biblioteca la noche que casi matan a “El Pajas”, si no todas las culpas habrían recaído sobre ti. ¡Tenías una buena coartada!
Una fotografía muestra la coartada de mi abuelo. La luna llena ilumina el palomar al que llamaban “la biblioteca”. Alejándose de él aparece mi abuela con un trozo de pan que había llevado a su marido, pero como al parecer este estaba dormido no pudo entregárselo.
Detrás, con la difícil caligrafía de mi abuelo:
- Hay veces que hay que meter la mano en la mierda para darle de manos a otra mierda.
Al ser su primer nieto me dejó la foto como recuerdo.
Guardo esa fotografía con mucho cariño, y siempre que escucho a Víctor Manuel me acuerdo de ella.
Sí, mi abuelo también fue picador.

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