viernes, 13 de julio de 2012

"El hombre de Alcatraz"


jachuspa dijo:
Buenos días señoras y señores. En estos tiempos que corren antes morir que perder la vida. Siempre quise viajar a California. Me entró el gusanillo viendo la película “El hombre de Alcatraz”; era la historia de un delincuente reconvertido en ornitólogo que hizo escuela en la España de los años 60´s convirtiendo a su fe a un bedel de la Universidad de Barcelona llamado Saturnino Gallego, cuyo nombre en clave era “ruiseñor”. Era este, al decir de quienes le conocieron, un hombre taciturno y de una enorme sabiduría: había conseguido, aplicando las leyes de Mendel y el desarrollo de una teoría propia, rehabilitar a un par de canarios flauta y tres zorzales para la procreación, alejándolos de la lacra del onanismo que los estaba consumiendo. Financió este experimento presentándose a un concurso de TVE llamado “Un millón para el mejor”. Consiguió ganarlo, pero desde entonces la duda me corroe: ¿aquel dinero era para tapar los agujeros del bedel, para la libertad condicional de su mentor o todo para alpiste?
Influyeron también en mi ánimo viajero, tanto la película “77 Sunset Strip” como la canción de Scott Mckenzie “San Francisco”. La primera presentaba el deambular de un detective privado, un tal Efrem Zimbalist jr., por las calles de Los Ángeles. Pertenecía a una agencia dedicada al menudeo del crimen organizado encargándose de asuntos tales como los ecos de sociedad del Hampa, homicidios y asesinatos sin víctimas, etc aunque su auténtica especialidad era la recuperación social de políticos sin ambición. Utilizaban para ello una técnica que consistía en una congelación del corazón y el alma, para luego sumergir, espíritu y víscera, en una solución de metales preciosos y divisa fuerte. Para casos recalcitrantes, y tan sólo por recomendación, disponían de la llamada “solución española” que por el mismo precio añadía una conciencia acomodaticia y una falta de escrúpulos de regalo.
Hablaba raro aquel detective: occisos, golpizas, balaseras y había conseguido, gracias a su esfuerzo, una rutina de calidad. Tenía el turno de mañana en la agencia de detectives y por la tarde, paseaba vestido de tuno por el Sunset cantando corridos mexicanos con un pato colgado del brazo. Eran conocidos por transeúntes y residentes como el Dúo Harinero, gracias al blanco de su dentadura y a su perfecta alineación que, en el caso del pato, se había conseguido con una carísima ortodoncia. Por las noches, Efrem, actuaba como palmero en el Whisky-a-go-go de lunes a jueves y los fines de semana era stripper en un club de Beverly Hills.
De la canción imaginaba que trataba de una reunión de hippies donde iban a abundar las periquitas, los cigarritos de la risa y el amor libre; eso para mí era suficiente harto como estaba del amor propio desarrollado con tanto esmero. Como decía, estuve retrasando mi viaje debido al pánico que tengo a los terremotos que asuelan esa zona. La probabilidad de que una catástrofe de esta naturaleza sucediera durante mi viaje era mínima, lo sé, pero existía un dato importante a tener en cuenta: yo soy el hombre que encontró la aguja en el pajar, y no por casualidad sino buscando. Por ello esperé a que mi hija terminara Derecho para poder disponer, por si acaso, de un abogado de confianza en el Juicio Final.
La ocasión se presentó hace ya algún tiempo cuando a un amigo, interesado en montar una casa rural, una Comunidad Autónoma le otorgó una subvención para que estudiara in situ, la logística de los conventos que fundó en ese territorio fray Junípero Serra.
En aquel viaje, casi nada salió bien, principalmente falló el alojamiento. A mí me había gustado mucho la propaganda que del hotel California hacían los Eagles en su LP; incluso había leído críticas muy buenas en revistas especializadas: a finales de los setenta albergó unas cuantas cumbres mundiales de présbites a quienes el seco aire del desierto, unido a la electricidad estática del ambiente, conseguían rebajar, sin láser ni colirios, una o dos dioptrías a sus cansados ojos. Ignorábamos, como decía la letra de la canción, lo que era el olor a colitas y que, el hotel estuviera en México; así que allí nos plantamos. La noche en que llegamos actuaban Micky y los Tonys. A la puesta de sol, mientras entonaban “Verde, Verde” y mis ojos se humedecían por la emoción, un lagarto se colocó a mi diestra y, con una habilidad rayana en la osadía, se bebió mi mojito. Acabado el happening y con el lagarto ebrio sobre el hombro, nos retiramos.
Con sinceridad, le auguro poco futuro al hotel. En la actualidad están viviendo de las rentas de la canción y de los ejercicios espirituales que en los últimos años algunas putas realizan en Cuaresma. Habas contadas. Nos marchamos de allí enseguida y mandamos una carta de protesta a los Eagles: es preciso que afinen más en su próxima elección. Pero como somos educados, les dimos pistas: como el hotel “Del Coronado” en San Diego vimos poco.


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