miércoles, 18 de julio de 2012

Funeral


Mi abuelo también fue picador.

En los últimos años de su vida nos contó a los nietos que él no le tenía miedo a la muerte. Respeto sí, pero miedo no.

Una cosa sí tenía clara, nunca tuvo el menor interés por entablar relaciones personales con ella. Ya sabes –nos decía-, te saludas un día, luego otro, entablas una conversación, se produce cierto acercamiento, la integras en la “cuadrilla” de amigos y la noche menos pensada viene a buscarte, y no precisamente para irte con ella de “francachela”. Así que con la “muerte”, mi abuelo, palabras las justas.

El problema era que debido a su profesión –segundo picador del famoso torero Antoñito “El Cojo”, llamado así por su gran maestría con la muleta- que encontrarse con ella bastante a menudo en las plazas de toros; y siempre entre los dos pitones de los morlacos a los que debía aplicar el tercio de varas.

Nos contaba entre risas que mi abuela también tenía dos buenos pitones, pero que entre ellos siempre estuvo dispuesto a perder la vida.Como éramos unos “criaímeles”, los nietos nos pasamos mucho tiempo observando a escondidas a mi abuela para ver si podíamos verle los pitones. Fue en vano. Solo años después nos dimos cuenta que los pitones a que se refería, mi abuela los tenía dos palmas por debajo de la frente.

Tampoco tenía miedo a lo que habría detrás de ella. Su amigo “ El Comeostias”, párroco del pueblo, le había asegurado que tras la muerte, las buenas personas subían al cielo y estaban a todas horas frente a Dios alabándole diciendo: Santo, Santo, Santo. “ El Rafaliyo” monosabio y ateo, gracias a Dios, le decía que tras la muerte no había nada. Mi abuelo, viendo las dos opciones que se le planteaban prefería no decantarse por cual de las dos versiones era cierta, pero en silencio esperaba que hubiera una tercera.

Mi abuelo recibió un día la visita de aquella a quien no había querido ver ni en pintura. Fue unos días antes del Miércoles de ceniza, un viernes concretamente.
Esa noche, como todas las noches desde hacía décadas, mi abuelo cenó, vio un ratito la televisión y a las once en punto entró en el baño a atender la puntual visita de sus necesidades fisiológicas. No salió solo; lo sacaron mi padre y su hermano Desidonio – al que llamábamos tío “Luigi”, porque aunque era parco en palabras, se explicaba como un libro abierto-. Fue la única vez que mi abuelo durmió con los dos calcetines puestos.

El funeral se celebró la tarde del sábado. La iglesia se quedó pequeña de la gente que asistió a despedirle. El féretro fue introducido por seis de sus hijos. Lo sacamos con los pies por delante, y por la puerta grande, seis de sus nietos.

Una fotografía muestra el momento de la comitiva fúnebre.

Al ser su primer nieto me quedé con la foto como recuerdo. En ella aparecemos en primer plano los nietos, unos portando el ataúd, otros llevando las coronas y los ramos de flores. Mi abuela detrás, de negro, apoyada su cabeza sobre el hombro de mi padre, y rodeada por sus hijos y sus hijas políticas. El resto de la familia, amigos y conocidos en silenciosa procesión.
Al fondo se vislumbra la primera carroza del Desfile del Sábado de Carnaval.

Detrás, con la difícil caligrafía de su primer nieto: Nos dieron el segundo premio.

La guardo con mucho cariño, y siempre que escucho a Víctor Manuel me acuerdo de ella.

Sí, mi abuelo también fue picador.


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