miércoles, 7 de agosto de 2013

Funeral de Estado.

Neo... dice:
Aquel tipo no me cayó bien desde el principio.
El mundo es un pañuelo y a mí me tocó justo ubicarme en el pliegue donde se queda incrustado el moco fosilizado con arista punzante. Millones y millones de habitantes; millones y millones de kilómetros cuadrados; y tres veces, tres, hemos coincidido en el mismo instante espacio-tiempo. Ya es mala suerte.

La primera fue en un hospital francés. El tipo gritaba desaforadamente pidiendo agua pero, como no le entendían las enfermeras gabachas, se tuvo que beber el contenido de “la chata” que yo utilizaba para miccionar, debido a que las escayolas que cubrían mis dos piernas, mis brazos e incluso la parte izquierda (en un porcentaje del cincuenta por ciento) de mi escroto derecho me impedía realizar mis necesidades fisiológicas de pie. Era tal el escándalo que montaba que tuve que gritarle más de una vez el juancarlista: ¿Porqué no te callas? Con lo facil que es pedir “deló”, que es como se dice agua en franchute.
La segunda en una carnicera en Quincoces de Yuso. Amenazaba a un carnicero con una cassette de Kiko Veneno por no tener carne de potro. El dueño del negocio intentaba convencerlo de que se llevara unos muslos de pollo, pero él aseguraba que tenía información privilegiada procedente de un presidente boliviano y bolivariano que afirmaba, sin género de dudas, que la carne de pollo producía homosexualidad; cuando de todos es sabido que la homosexualidad procede del aburrimiento.
La tercera en un funeral de estado. No, no es que el finado fuera rey, príncipe, presidente o sus correspondientes géneras femeninas; este no era el caso. El finiquitado era vecino de una prima hermana de un sobrino de un cuñado de la cajera que solía atender a mi suegra en el “Sabeco”. Había muerto tranquilo, relajado y completamente dormido; no aterrorizado y gritando como el resto de pasajeros que viajaban con él en el autobús que conducía por el desfiladero de La Hermida. El estado en que se encontraron sus restos, totalmente esparcidos por aquel terraplén de más de doscientos metros de caída, era realmente lamentable; ya que, aunque trajeron perros y cerdos especialistas en la búsqueda de la trufa del Perigord, el embalsamador del tanatorio tuvo que sustituir la cabeza no encontrada por un maletín de la señorita Pepis, que tras moldearlo a base de patadas quedó bastante decente y con un parecido razonable.
Lo único que puedo constatar, y guardo en mis recuerdos, de aquel funeral de estado “lamentable” es que el andoba de la carne de potro se hallaba de rodillas ante el féretro, vestido con un chándal de colores… diríamos llamativos, y profería, cual plañidera de a tres pesetas la noche, gritos tales como: ¡Viva la Revolución! ¡Hasta la victoria, siempre! ¡Ese edificio, exprópiese! A dichas exclamaciones en voz alta le seguían momentos en los que su rostro se contraía en un rictus de dolor y, tras derramar un mar de lágrimas, susurraba entrecortadamente un “No somos nadie”.

La relación del sujeto con el muerto ni la sé ni tengo la más mínima intención de averiguarla, pero creo que en una cosa tenía razón: No era nadie… Pero de nadie, vamos.

D. tumbaollas, a cascála.

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