miércoles, 7 de agosto de 2013

Póker.

eltumbaollas dice:
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Llegué a Benidorm con un melón y una botella de Terry (que compré en Alicante) y vi el mayor espectáculo del mundo: un bar Británico llamado The Pig and the Whistle que se anunciaba con un cartelote enorme que representaba a un cerdo vestido de Bobby. La imagen me apareció en una esquina y se produjo la devoción. El antro era british y no se oían eses; me pedí una half y me sentí comprometido. Vi cosas que no había visto antes: británicos borrachos subidos a la mesa de pool bajándose los pantalones y los Stones a todo volumen. Lo de los Stones y Tean Years After rompiendo bafles me gustó (así me olvidaba de mi motivo) pero más me gustó que al momento supe quién era el jefe. El jefe era un delincuente con perilla, que hacía como que tocaba el saxo metiéndose el dedo gordo en la boca mientras vendía Sanmigüel sin parar, escoltado por dos rubias bailantes y tetabatientes. No me pareció un membrillo. Buscando información encontré al más débil de la casa, un tipo de algún pueblo de Escocia que recogía vasos y botellines. Le invité a una sanmigüel y me dijo lo que quería saber: el chulo de la barra era el encargado y el dueño era un tal Thorton, un británico de ojos de charco con un traje que olía a rancio y a ebriedad que sorbía gintónic en copa de vino pegado a la tragaperras junto a la puerta de los meados. Thorton era mi hombre. Supe que desayunaba en un sitio llamado Allan’s Corner en el Rincón de Loix así que intenté dormir algo en la playa y de buena hora caminé sin prisa hasta el Allan’s. Desayuné a lo inglés (sin beans) y esperé en la terracita acabándome a escondidas lo que me quedaba del Terry. Temprano apareció Thorton con el mismo traje y la misma camisa de anoche, los zapatos viejos y sucios y alguna muesca en su corbatita azul. Su desayuno: dos copas de 103. Le temblaba la mano muchísimo con la primera copa y algo menos con la segunda, cuando encendió un Ducados ya casi no le temblaban. Aparentaba más de ochenta años pero me malicié que no pasaría de sesenta o sesenta y cinco. Al tercer Ducados, que encendió con la colilla del segundo, levantó una mano y una morenita culona, de algún altiplano, le llevó otra copa de 103 y una tortilla francesa con su perejil y todo. No tocó el pan y le dieron arcadas cuando ingirió el primer bocado. No me convencía la idea de tratar con un borracho tan degradado y me marché de allí para que no se quedara con mi cara y para pensar en qué hacer. En Alhucemas, el cocinero mexicano de un bulk carrier me lo dejó claro: “el mero mero de un antro de Benidorm, del cerdo y el silbo, es pescadito brutísimo, qué bruto”. Un pescadito buscaba yo, alguien a quien sacarle todo lo que tenga y lo que le fíen, alguien dispuesto a perderlo todo a una mano.
Encontré una habitación en un hotel de jubilados a cambio de organizar partidas de julepe y de brisca para las señoras. Las noches eran para el Thorton y su dinero. Le seguía cuando jugaba al póker con turistas británicos en el hotel don Pepe. Casi todas las noches después de emborracharse en su pub “El Cerdo y el Silbato” cogía un taxi al hotel. Perdía siempre entre mil y dos mil libras y al camarero, un atocinado de Adra, le repetía la historia de aquella vez en Birmingham en la que ganó medio millón de libras en una partida. No era un jugador, era un perdedor. Me acerqué a él varias veces y tomamos varios gintónics en copa de vino que nos servía el de Adra. Me invito a jugar un subastado y perdí doscientos euros en diez minutos. Mostré pena y él se rio de mí y se sintió bien. Volvimos a beber juntos muchas madrugadas después de sus partidas y presumía de haber perdido una pasta. Una mañana de mucho viento me ofreció jugar en una partida de póker con unos alemanes forrados. Él me financiaría y les sacaríamos un dineral. Me contó lo del medio millón de Birmingham. Era la oportunidad que estaba esperando: limpiaría a los alemanes y a él lo trituraría. Empecé con poco disimulo, ganando y hablando español a voces. Ya todos irritados por mi comportamiento me dejé ganar muchas manos y muchos euros, Thorton también perdía como siempre. Intuí el momento y subí las apuestas, las subí hasta que los alemanes se hinchaban como globos y Thorton ya no cabía en la silla de ver como perdía su dinero. Cuando se cubrió la apuesta más alta empecé a ganar. En cada mano que entraba me llevaba veinte mil euros. La orgía duró un rato y los alemanes grasientos y rabiosos se retiraron dejando en la mesa casi medio millón de euros. Eran ya las diez de la mañana y el de Adra se disculpó y se fue a su casa. Thorton tenía cara de querer hacer cuentas pero le propuse que nos jugáramos el dinero y aceptó con una condición: que dos amigos suyos entraran en la partida. Me pareció bien; dos más para limpiar. Por la puerta aparecieron el encargado del dedo de saxo y el escocés recoge vasos.
Se quedaron con todo el dinero de los alemanes y yo con una deuda de ciento ochenta mil euros a pagar haciendo trabajos para ellos. ¿Qué trabajos? Eso es otra ignominiosa historia.

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