jueves, 8 de agosto de 2013

Langostinos.

Neo... dice:
Una vez me comí un langostino. Sí, juro que es verdad: una vez me comí uno.
Ocurrió diez años después de descubrir que había ricos y pobres. El yogur, el yogur tuvo la culpa de tal descubrimiento. Mi madre me compró un yogur; producto nunca visto en la Andalucía que dejaron atrás para trasladarse a Bilbao en busca de una vida mejor. Era natural y me lo comí sin azúcar. A mí lado un niño feo como el demonio, pero sin agujeros en los zapatos, comía otro mientras me miraba con desprecio. A mí me dio una arcada con la primera cucharada; el gilipoyas se reía: el suyo era de fresa. Ese día me dí cuenta de que hay yogures y yogures, como hay niños y gilipoyas. El siguiente yogur que le pedí a mi madre fue de sabor a fresa; me dio un guantazo; me supo mejor que el yogur natural sin azúcar. Decidí que no volvería a recibir más tortas de mi madre. No fue posible (lo de las tortas) pero jamás le volví a pedir un yogur. Es más, no he vuelto a probarlos.
El langostino no lo pedí, me lo ofrecieron. Yo, que soy de buen conformar y agradecido, lo acepté y lo comí. Mi vida cambió completamente. Me volví hosco y huraño, “hagarrado” se podría decir por seguir con palabras que comienzan con “H”. Algo me llevaba a desear a atiborrarme de langostinos como derecho adquirido y como es natural me convertí en un fascista de tomo, lomo, langostinos y caviar.
Maldito sea el yogur natural que me llevó al ser inmundo que soy.

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