sábado, 24 de agosto de 2013

Las clarisas de Cizur.

Neo... dice:
Aquel tipo no me calló bien desde el principio.
Me lo volví a encontrar en el Convento que tienen las Clarisas en Cizur.
Yo había pasado expresamente por allí a comprar unos dulces. Me habían hablado bien de ellos, y dado que uno es goloso hasta no decir basta; que lo que más aprecio es una buena taza llena de azúcar con un poquito de leche, y estando de visita en la capital pamplonesa para quemar anedralina delante de los toros en la cuesta de Santo Domingo, no dude en encaminar mis pasos y las cuatro ruedas de mi ochocientos cincuenta hacia aquel remanso de paz, de fe y de oración… y de postres monjiles.
Le pedí a la voz de la monjita que me atendió tras la clausura del convento diecisiete cajas de sobaos pasiegos con mantequilla, pero como en aquel sacro lugar solo repostaban yemas de Santa Clara, le encargué dos mil cuatrocientas docenas de yemas, con clara y todo.
La monjita se ausentó de inmediato tras tres “Dios mio, ven en mi auxilio; Señor date prisa en socorrerme”. Creo que no estaban acostumbradas a recibir tal pedido, ya que pude escuchar, mientras esperaba, cacareos de gallinas, batir de cucharas y tres rosarios gloriosos.
El tipo entró como San Pedro por las puertas del cielo. Me dio un seco “buenos días” y aporreo la puerta de la clausura varias veces con una llave inglesa que llevaba en las manos.
-Ah, del convento -gritó con aquella voz con la que yo soñaba muchas noches y que me recordaban la fragilidad de mi heterosexualidad.
Como no recibía respuesta se dirigió a mi y me preguntó: ¿tienes fuego? Sin darme apenas cuenta me levanté y le besé en la mejilla. Su aliento color San Miguel me trasladó a bocas de metro y brisas de Santurce.
-¿Quieres que te meta prisa? – me susurró al oído, y comenzó a cantar “Le Meteke” de Moustaki.
Yo, embriagado de felicidad, le acompañaba con “Ne me quitte pas” de Jacques Brel.
-¿Te gusta el francés? – me preguntó al terminar su balada mientras sentía la llave inglesa buscando acomodarse entre mis piernas.
La puerta de la clausura se abrió de pronto y cuarenta cajas de Santa Clara me libraron de caer por segunda vez en las manos de aquel demonio. Hice varios viajes hacia mi ochocientos cincuenta cargando aquellos maravillosos postres mientras aquel tipo no dejaba de observarme con ojos golosos.
-Nos vemos. -me dijo.
-Vale, te llamo.
-¡El fontanero!- exclamó, mientras se introducía en el convento.
Desde aquel día no he vuelto a ser el mismo. Tengo pesadillas y me levanto por la noche gritando: ¿Quieres fuego? He acudido al psicólogo pero me cuenta no se qué historias de frustraciones infantiles. Sé que anda preguntando por mí, y que habla del tiempo, del tiempo que hace que no nos vemos; pero como ustedes comprenderán quien evita la tentación evita el riesgo… y a su prima.
Un día de estos le tengo que llamar…
No, aquel tipo no me calló bien desde el principio.
Don tumba… a cascála

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