miércoles, 21 de agosto de 2013

Tetas.

Neo... dice:

Mi abuelo también fue picador.
En los últimos años de su vida nos contó a los nietos que hay cosas que se pueden llamar con diferente nombre, pero que todo el mundo sabe de que se está hablando.
Mi abuelo, hombre hecho y derecho donde los haya, siempre presumió de su hombría: ocho hijos lo avalaban, todos con la misma y con la misma mujer. Ya desde muy temprana edad apreciaba ciertas diferencias entre los hombres y las mujeres. Su padre (hombre) tenía pelo por todo el cuerpo, bebía vino, fumaba, escupía, meaba de pie contra la pared y tenía una joroba (no muy grande, pero joroba) en la espalda. Su madre (mujer) cocinaba, barría, fregaba la loza, tenía pelusilla en el bigote, no meaba nunca y tenía dos grandes bultos en el pecho. Mi abuelo, listo como el rayo, pensó: como solo tenía pelo en la cabeza y no fumaba ni bebía; tampoco limpiaba ni tenía bultos, ni en la espalda ni en el pecho; y mear, meaba de pie, pero no contra la pared, sino que en cuanto le entraban las ganas, sacaba la churra y aquí te pillo, aquí te mojo, él no era ni una cosa ni otra: él era niño. Observó que entre los niños también había diferencias. Había algunos que a pesar de que no tenían mucho pelo y tampoco protuberancias, ni meaban, ni se ensuciaban en el barro… y lo de liarse a pedradas, vamos, ni se les ocurría. Estos eran las niñas… menudo asco.
Pasaron unos pocos años y aquella alergia cambió en cuanto los bultos en el pecho comenzaron a asomar en los vestiditos de las niñas. A mi abuelo, gracias a Dios –decía él- no le salió chepa en la espalda, pero se sintió atraído hacia aquellas a quienes había despreciado. Bueno, la atracción fue mayor hacía los bultos, ya que era observar unas pequeñas protuberancias en el centro del bulto de las “raras” y una parte de su cuerpo sufría una metamorfosis tal que quintuplicaba su tamaño y vencía a la ley de la gravedad, de tal forma que ni aunque le hubieran caído dos toneladas de manzanas encima le hubieran obligado a mirar “pabajo”.
No solo ese cambio de apreciación afectiva y “gravital” se produjo en mi abuelo, sino que todos los integrantes de su infantil cuadrilla sintieron la llamada de la naturaleza.
Lo que no les gustaba era el nombre: bultos. Decidieron ponerle nombre a aquello que cambió sus vidas.
Luis, apodado más tarde como “El Pitxote”, propuso llamarlas “tetas”, pero a ninguno le gustó el nombre: no tenía ningún significado.
Pedrito, ciego de nacimiento, que no tenía ni idea de lo que hablaban sus compañeros ya que él no había tenido la oportunidad de ver los bultos, propuso llamarlas las “Tomasas”, ya que él, hasta que no las tocara, no creería lo que le contaban sus amigos.
Olegario, al que era más fácil saltar por encima que darle la vuelta, sugirió que se las nombrase como “Las Perolas”. Menudo festín se podría dar con ellas… aunque fueran en carpaccio.
Jacinto, que sufría parálisis en sus extremidades inferiores debido a una poliomielitis, se empeñó en que se llamasen “Las Milagras”, ya que aunque no podía mover las piernas, aquello se había movido solo.
Ramón, que ya en aquel entonces sentía la llamada del “Todo por la Patria”, insistió en que fueran conocidas por “Las Beneméritas”
Mi abuelo, como no podía ser menos, quería a toda costa llamarlas “Los Pitones”, ya que, aunque le gustaban mucho los toros, en este caso concreto era más de vacas, que también tienen cuernos.
La decisión final del nombre con el que toda la cuadrilla llamaría en adelante a los bultos de las mujeres la tomó Froilán, que terminaría siendo párroco del pueblo. Froilán las llamó “Las Domingas”; ya que para muchos serían una fiesta, pero fiesta de guardar.
Una fotografía muestra el final de la reunión.
De tanto hablar de tetas, tomasas, perolas, beneméritas, milagras, pitones y domingas, parece ser que el ambiente se caldeó y aparecen los siete miembros de la cuadrilla de amigos cantando un villancico. Ahí se les ve con la boca abierta, la mirada perdida y tocando cada uno su zambomba… en pleno mes de Julio.
Al ser su primer nieto me dejó esa foto como recuerdo.
Guardo esa fotografía con mucho cariño, y siempre que escucho a Víctor Manuel me acuerdo de ella.
Sí, mi abuelo también fue picador.

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