miércoles, 21 de agosto de 2013

Los tumbaneos ( I )

Los TumbaNeos dice:
Porneio fue el primero en llegar al Hotel. Las convenciones de empresa siempre le habían gustado y más este año que tenía buenas cifras para presentar al Ceo. A su paso cayeron todos los presentes en el lobby del hotel en un extraño estado de libido exuberante. La recepcionista, mojigata y fría como mano de muerto, sintió el impulso de seducir al subdirector y al director… y al botones; hasta se desabrochó el uniforme a la altura del ombligo al paso del limpia cristales. Los matrimonios se dirigieron a las habitaciones a la carrera para demostrarse su amor. Los solteros se emparejaron algunos y se agruparon otros. Ante las máquinas expendedoras de preservativos de los baños se formaron colas. Al rato todos estaban fornicando.
Gastrimargio, antes de registrarse en recepción, pasó por el comedor y nada más entrar, el camarero decidió no servir un solomillo Wellington y comérselo a bocados en el office de la cocina, bebió una botella de Annus del 2009 de un solo trago y eructó como jamás lo había hecho despeinando a la freganchina. En el comedor la gente se abalanzaba sobre el bufet y dos señoras de Burgos se enfrentaban a la rebatiña por una pierna de cordero. Cuando Gastrimargio llegó a la recepción, la mojigata, despeinada y escotada, con el carmín hasta la oreja, comía un sándwich de pollo tras otro dando buena cuenta de una botella de 4Rayas.
Philargurio llegó en una limusina de tres ejes y cuatro rubias (y cinco euros de propina). El director del hotel decidió despedir inmediatamente a dos camareras y al botones para mejorar la cuenta de resultados. Pensó aplicar la nueva ley de despidos pero como le pareció muy caro les acusó de robar productos de limpieza para abaratar el proceso. Las camareras negaron la acusación mientras se metían en las entretelas una lámpara, un teléfono y el timbre de recepción; el botones se llevó una patada en el culo. Todos los clientes del hotel se pusieron a discutir airados y nadie quería pagar la cuenta. Una monjita invitada por “Limosnas sin Fronteras” para asistir a una jornada sobre “Ética Corporativa” introdujo en su maletita un albornoz, una almohada y hasta intentó meter la colcha. Salió del hotel chillando y protestando por el mal servicio mientras le rechinaban las botellitas de licor del mueble bar en los bolsones del hábito.
Se oyó un estruendo en la puerta del hotel; alguien había pegado un puñetazo al portero y una de las lunas de la puerta giratoria había estallado en mil pedazos. Orgé, otro de los delegados, entró en el lobby arrastrando al portero por el cuello, sonrió al ver a la recepcionista, ya no mojigata, y soltó al portero sacudiéndose las manos. ¡Vengo a la convención! -chilló al acercarse al mostrador-. El portero, en el suelo, recibía patadas de un vendedor de máquina-herramienta de Apatamonasterio porque no le había buscado un taxi –ahí va la ostia, pues-. La monjita, que había vuelto al hotel ya que se había olvidado su rosario de la buena suerte y a intentar pillar algo más, se lio a collejas con el de Apata porque hay que “vestir al desnudo y calentar al friolero”. Un joven paliducho, con camiseta del Madrid y cara de gilipollas empezó a pegar bofetones a la monja por el mismo motivo. Las señoras de Burgos habían soltado la pierna de cordero y blandían sendos cuchillos cebolleros persiguiendo al cocinero porque no había puesto cebolla en la tortilla. Al tiempo, llegaron dos municipales alertados por los ruidos. Al entrar, uno disparó a la entrepierna del otro porque un día de Octubre no le cambió el turno para ir al Notario a heredar un terrenillo en Amaroto.
Cuando el delegado Invidio entró, un olor a bajamar pingüe y graso se enseñoreó en el hotel. Muchos sintieron náuseas; otros ardores. ¿Has visto qué “voiture” tiene ese? -decía una francesa con halitosis- mientras, el del cochazo pensaba en lo buenorra que estaba la “gabacha” con pinta de putón; no como su mujer que era antipática, se pasaba todo el día hablando por teléfono con su madre y tenía las “manolas” como calcetines tendidos. El subdirector, que era de Nules, comenzó a odiar al director por su nómina tan gorda y por tener un “bemeuve” azul de renting que le pagaba la empresa. El cocinero, tras deshacerse de las locas de Burgos, pensó que mejor ser ayudante, que siendo jefe te persiguen las señoras y encima no te pagan bien. El ayudante de cocina miró de soslayo a la “freganchina” deseando las bondades de su vida: mira ésta, friega, cumple su horario y se va; y yo aguantando al jefe por cuatro perras. Un tipo de Cartagena, vendedor de muebles de cocina, se lamentó de que su empresa no le ponía una tableta y tenía que acarrear un portátil de ocho kilos; así que decidió robarle el Ipad a uno de Oviedo que pasaba por allí. El policía que recibió el tiro en lo noble gritaba en la ambulancia: “maricas, maricas, que sois unos maricas”. El otro poli, al entrar esposado al furgón policial, pensaba: joder qué suerte tienen algunos, ahora se tirará seis meses de baja viendo el “Sálvame” o pelis de B. Wilder y seguro que le ponen picha nueva al muy tiñoso.
Acedio no quería molestar. Pensó en no acudir a la convención -Total ¿para qué?- se decía. Si es siempre lo mismo y además no me encuentro bien. Temía que el Ceo le fuera a reñir por haber estado de baja tanto tiempo. La recepcionista también se encontraba cansada y teclear el ordenador se le antojaba un inmenso reto. Al final se hizo el registro y Acedio obtuvo su llave. -qué pesada es- pensó. El representante calvo de Cartagena se sentó en un sofá Chester y canceló su cita con un comerciante de Vallecas: estaba extenuado. Una perrita labrador, al llegar a la puerta del hotel, se tumbó y no quiso seguir tras su dueña, que se llamaba Rosario como cresta de buen orujo. El subdirector sesteaba en una habitación vacía tras decirse: no dejes para mañana lo que puedas dejar para pasado. Acedio repartió pereza y desidia y se agotó.
Superbio medía dos metros coronados por una melena bien cardada. Cuando la ya no mojigata le pidió el “deneí” se indignó: -¿Es qué no sabes quién soy? Sé más de lo que debo saber- le respondió altiva la ya no mojigata mientras pensaba: “porque yo lo valgo”. Superbio preguntó por sus compañeros de convención –por esos patanes- y ordenó que les informaran de que había llegado. Se dirigió fogoso a su habitación sin la llave, pues un tipo como él no la necesita. Se cruzó con el representante de Cartagena que por el móvil aseguraba ser el mejor vendedor del mundo a una operadora de Orange que habiendo equivocado el número creía estar hablando con un restaurante de Chiclana.
Un extraño silencio mordía el ambiente. Las luces se atenuaron y un gato salió corriendo. El lobby del hotel estaba desierto. La temperatura desapareció, los espejos se rajaron, la comida del bufet se pudrió y la monjita se ahorcó en el ascensor con su rosario de la buena suerte. En el suelo una estrella de siete puntas, con siete velas negras encendidas que hacían visibles siete sombras. El Ceo pasó a su lado mientras la llama de las velas tornaba a un azul índigo. Tomó el registro de huéspedes y buscó la habitación 666. Del bolsillo derecho de su americana sacó una pluma, se la clavó en la yugular y con su propia sangre anotó: mi nombre es Legión… pues somos muchos.

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