domingo, 4 de agosto de 2013

Joseph.

Neo... dice:

Se presentó en mi casa a media mañana. Yo, enfrascado en unas medias suelas que no terminaban de ajustar y jurando en hebreo, no le oí entrar. Creo que llevaba un buen rato observando mi lucha con aquellos zapatos que debían ser entregados antes de las seis de la tarde. Un buen negocio es aquel que cumple con la palabra dada; y yo llevo esta máxima a rajatabla… si no hay algún inconveniente de fuerza mayor, claro: mi mujer pariendo, un cáncer o cosas similares.
Unos leves carraspeos me hicieron levantar la cabeza. Era alto; la negra sotana resaltaba la blanca piel de sus delicadas manos, y su cabello, blanco también, coronaba un rostro redondo donde unos ojos hundidos me miraban fijamente. Nunca en mi vida me he sentido tan vulnerable como ante aquella mirada; pero no sentí temor.
Me levanté de mi mesa mientras dejaba a un lado el clicker, el gouger, el escarificador y el martillo.
-¿Qué desea, padre? –le pregunté.
Abrió una caja de color marrón que llevaba en las manos y sacó de ella unos zapatos.
-¿Podría arreglarlos?-me dijo.
Su voz era suave pero por la manera de pronunciar las erres supe que no era italiano: austriaco tal vez. Observé detenidamente los zapatos. Eran de piel de vaca, sin cordones, una costura casi imperceptible y perfecta unía la entresuela a la suela, eran de color rojo.
- Magníficos zapatos. –le dije. -Pero no veo que estén estropeados. Tienen unas pequeñas rozaduras que pueden ser cubiertas con un buen tinte y la suela presenta restos de tierra incrustada en el dibujo pero, aparte de eso, están perfectos.
- ¿Podría quitar la suela y poner otra en su lugar?
- No hace falta poner una nueva. Con un pequeño cepillo se puede limpiar la tierra que contiene y quedará impecable.
- No, hijo. Lo que quiero es quitar esa suela, pero que no se pierda ni un solo grano de la tierra. Es sagrada para mí.
En aquel momento tuve un “deja vú”. Yo conocía a aquel sacerdote… y había visto esos zapatos.
– Si me da una hora se lo haré encantado. Puede darse un paseo si quiere por los alrededores del pueblo o tomarse un café en la trattoria de enfrente. Es un lugar tranquilo y tiene un piano que los clientes pueden utilizar.
- Gracias, hijo. Me tomaré una buena cerveza alemana mientras espero y quizá toque ese piano. Por cierto ¿cómo te llamas?
-Giuseppe, padre. Giuseppe. ¿Y el suyo?
- Giuseppe, también.
A la hora en punto volvió a entrar. Su cara tenía ahora un color más sonrosado. Parece ser que no había tocado mucho el piano y se dedicó con más entusiasmo a la cerveza alemana hizo.
-Aquí los tiene, padre -le dije, mientras le entregaba el par de zapatos.
- ¿Y la suela antigua? –me preguntó con cierta preocupación en la voz.
-Aquí está, padre. Se la he metido en esta caja. No se ha perdido ni una sola pizca de su preciada tierra.
- ¿Qué te debo? –me preguntó.
- Nada, padre. No me debe usted, nada. Solo el haber podido sentir y oler la tierra que contenían sus zapatos ha sido suficiente pago para mí.
Cogió las dos cajas, se dio la vuelta y se dirigió a la puerta. Se detuvo bajo el marco. Su mirada se dirigió a la jamba derecha. Se volvió hacia mí y me hizo una pregunta extraña: ¿Cómo se llamaba tu padre? – Giuseppe también, padre. –le respondí.
-Adios, Joseph ben Joseph.
- Adios, Joseph. -Le respondí.
Me acerqué a la puerta para ver como se alejaba. Miré la Mezuzá. Mis labios comenzaron a rezar: Shema Israel, Adonai elohenu, Adonai head.
Me volví a mi banco de trabajo: aquellos zapatos debían de estar para las seis de la tarde. Yo soy un hombre de palabra.

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