lunes, 5 de agosto de 2013

Los oscars.

Neo... dice:


¿Me permiten?
Mi abuelo también fue picador.

En los últimos años de su vida nos contó a los nietos la historia de la creación de los premios anuales de su pueblo.
Mi abuelo era amante del cine. Desde muy niño se vio atraído hacia aquellas historias que se representaban sobre una docena de sábanas blancas colocadas en la fachada de la iglesia en las cálidas noches del verano. Todos los sábados de Julio y Agosto los habitantes del pueblo, llevando cada cual lo que podía ser utilizado como asiento, se reunían en la plaza para, unas veces disfrutar y otras llorar, pasar un par de horas intentando olvidar las calamidades de su vida cotidiana, con sus problemas y escasas alegrías, e introducirse en ajenos sufrimientos y gozos.
Un americano que acertó a pasar por allí le habló a mi abuelo de los “Oscar”. Bueno, creo que “acertar” no es la palabra adecuada ya que le mangaron la americana (la chaqueta, no la parienta) cuando dejó el Cadillac que conducía, con las puertas abiertas, frente al Bar Bero, adonde había entrado a comer. Pidió una hamburguesa y una cocacola. Tentada estuvo la Verónica de ponerle un bocadillo de carne picada del último caballo que se le murió a mi abuelo en la plaza de toros de Chiclana tras recibir seis cornadas, seis, de un morlaco zahino de la ganadería de Marqués del Huerto; pero como la carne equina desprendía cierto olor, y no daba abasto a espantar moscas verdes y gusanos rollizos, prefirió obsequiarle con el menú del día… anterior. Seis pesetas le cobró Verónica por un gazpacho de tomate, una tortilla de patatas y un vaso de vino; ¡y el guiri daba las gracias y todo!
- ¿Qué, de paso? –le preguntó mi abuelo mientras el “yanki” untaba un trozo de tortilla en el gazpacho.
- No, mister. De El Paso no, mi ser de “Ojayo” – le contestó el otro.
Mi abuelo, gran conversador, aunque un poco canalla, pronto se vio enfrascado en una buena tertulia de la cual sacó información sobre los “Oscar” del cine americano…, y también sacó el coste de tres vasos de vino tinto que la Verónica añadió a las seis pesetas de la cuenta.
Se despidieron con un apretón de manos. Mi abuelo se quedó con una idea en su cabeza y el de “Ojayo” con acidez de estómago para tres días.
La gala de los Frascuelos; así la llamaron. El nombre fue decidido a votación popular entre todos los mayores de edad que formaban parte del padrón municipal. Se ofrecieron tres propuestas: los Hoscar, los Joyas o los Nobelas; pero como en el pueblo había mucho Francisco y bastantes que le “daban al frasco” se decidió lo de “Los Frascuelos” por aclamación popular.
Había que formar La Academia para que esta fuera la que decidiera los ganadores, pero decidieron llamarla “Los de la Cartilla” ya que en el pueblo había poca gente que tuviera conocimientos suficientes para sumar con más de dos cifras. Como no podía ser menos, los elegidos fueron mi abuelo y su cuadrilla – esta vez no por aclamación popular, sino por imposición del picador; ya que de este fue la idea-.
Lo de la estatuilla de oro les pareció, aparte de una mariconada, bastante alejada del presupuesto; así que decidieron entregar un objeto que reflejara el sentir y la idiosincrasia del pueblo español.
Dados los graves problemas de comunicación en que se hallaba la España de aquella época, y ya que era una pérdida de tiempo otorgar un premio a alguien que no vendría ni siquiera a recogerlo, decidieron que los candidatos fueran personas dedicadas a las artes escénicas, pero que hubieran realizado sus interpretaciones dentro del pueblo.
La Gala se celebró en la iglesia parroquial, cedida altruistamente por Froilán “El comeostias” -párroco del pueblo-. Retiraron el altar mayor y colocaron en el centro el ambón de proclamar la palabra. Se pensó en utilizar el confesionario como camerino para los presentadores, pero como no cabían usaron la sacristía, con la consabida desaparición de cinco litros de vino de consagrar que Froilán guardaba allí para los actos litúrgicos.
Se pensó en colocar una alfombra roja que llegara desde el centro de la plaza hasta la entrada del templo pero debido a la escasez de presupuesto se pintaron dos rayas con yeso.
Fue un éxito rotundo. Desde primeras horas de la mañana se agolpaban los curiosos a las puertas del templo para no perderse la entrada al mismo de los nominados. Estos fueron llegando ataviados con sus mejores galas: boinas de los domingos, trajes de faralaes, zapatos de cordones; uno de ellos apareció con los calzoncillos vueltos del revés y otro se había bañado en el río ¡La ocasión no era para menos!
La ceremonia comenzó con una actuación musical: la banda municipal interpretó “Suspiros de España” con tan gran sentimiento que a casi todos los presentes se les caían las lágrimas. Alguno comentó horas después que hasta la talla de San Thiago Gong Sales, en cuyo honor había sido consagrada una de las capillas laterales, lloraba desconsoladamente.
Estos fueron los ganadores:
Mejor actor: Indalecio “El Tuercas” por “Sor Citroen”. Indalecio era el mecánico del pueblo. Le arregló el limpiaparabrisas al Citroen que utilizaba la superiora de las monjas del convento de Las Clarisas para llevar sus postres a los pueblos de los alrededores colocándole dos cuerdas atadas que llegaban hasta el volante. El invento funcionaba, pero la superiora murió de una pulmonía el invierno siguiente debido a que tenía que utilizar el invento con las ventanillas bajadas. Indalecio fue convincente en su papel; sobre todo con su famosa frase: “Seguro que ha sido un catarro mal curao”.
Mejor actriz: Lolita “La Casquivana” por “El cartero siempre llama dos veces”. Lolita bordó el papel de mujer a la que se le han caído tres botes de polvos de talco encima cuando fue sorprendida por su marido totalmente espatarrada sobre la mesa de la cocina.
Mejor actor de reparto: Floriano “El Cartero”.
Mejor actriz de reparto: Carlota “Laostiavá”. Madre abnegada de ocho churumbeles que, ante la dejadez de su marido, se dedicaba a la educación de su prole a base de repartir zapatillazos y escobazos a todo el que se cruzaba en su camino; fueran hijos suyos o no lo fueran.
Mejor película: Para Macario “El tripas” por el “El silencio de los corderos”. Carnicero de profesión, Macario fue premiado por su ardua labor al intentar que no maullaran ni ladraran los lechazos que vendía a peseta el cuarto y mitad.

Hasta un fotógrafo contrataron, que subido al púlpito sacó una instantánea final de los premiados.
Al ser su primer nieto me dejó la foto como recuerdo.
En ella se pueden observar como posan todos. Mi abuelo, presentador de la Gala, aparece en el medio; la americana le sienta como un guante. El resto, con una sonrisa en la boca, muestra al público asistente su botijo correspondiente.
Guardo esa fotografía con mucho cariño, y siempre que escucho a Víctor Manuel me acuerdo de ella.
Sí, mi abuelo también fue picador.

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