jueves, 8 de agosto de 2013

La guitarra.

Neo... dice:

Mi abuelo también fue picador.
En los últimos años de su vida nos contó a los nietos la historia de su guitarra.
Mi abuelo fue niño. Eso era lo que nos contaba a los nietos, aunque nosotros a esa tierna edad, y digo tierna porque no habíamos descubierto algunas durezas de nuestro cuerpo, le teníamos por chiflado: un abuelo, es un señor mayor, grande, con el pelo blanco, barriga, callos en las manos y que de vez en cuando te pega un pescozón en la cabeza si ve que cuando terminas de mear te sacudes más de tres veces la “pilila”. Bueno, al grano, como diría el adolescente que se la sacude más de tres veces para manifestar que ha dejado su tierna infancia y aparece la dureza de la que se siente tan orgulloso… algunos. Mi abuelo descubrió el sonido de la guitarra gracias a un gitano de Granada que acertó a pasar por su pueblo camino de Sevilla cuando se dirigía a la boda de una sobrina nieta montado en una vieja carreta, dieciséis hijos, una gitana gorda y dos perros con menos carne que una tortilla de patatas (sin cebolla, claro). El calé la utilizaba con una sola mano ya que no se puede cantar una seguiriya y despiojarse al mismo tiempo, dado que no es que tuviera piojos, sino que el tupido pelo que poseía se le movía al compás de palo flamenco. El embrujo de aquel sonido poseyó a mi abuelo de tal forma que, en su labor como monaguillo, se olvidó durante varios meses de pegarle unos tragos callados al vino de consagrar y se dedicó exclusivamente a aligerar el cepillo de la Iglesia. Gracias a la ayuda de San Argimiro, santo donde los haya, que poseía una pequeña capilla levantada en su honor en el templo y a la contribución económica de los feligreses mi abuelo obtuvo lo necesario para adquirir una guitarra. Se la compró al gitano cuando este regresaba de la boda ocho meses después: ya se sabe que para esto del casamiento el pueblo gitano no repara en tiempo, en gastos y en camisas.
La guitarra era vieja, un poco descolorida, solo tenía tres cuerdas y algún resto de liendres entre los trastes y el mástil; pero a mi abuelo no le importó, ya que lo que es mover su mano derecha arriba y abajo no se le daba mal, pero poner los dedos de la izquierda en la posición adecuada buscando una nota concreta ya fue otro cantar… o más bien otro tocar.
Se pasaba horas muertas rasgando aquel preciado instrumento para deleite propio y desesperación de sus vecinos: le llamaban el Serrat de Sierra Morena por lo de “niño deja ya de joder con la guitarra”.
Mi abuelo no se ceñía a un solo estilo sino que ejecutaba todo tipo de música (bueno, más que ejecutar, decían que llegaba incluso a los malos tratos y a la tortura); así que decidió disfrutar de su guitarra en soledad y no era extraño verlo desaparecer durante horas. Su lugar preferido era una vieja casa, alejada del pueblo un par de kilómetros, que había sido abandonada por sus anteriores dueños, pastores de profesión, que un día salieron con su rebaño y no se les volvió a ver por el pueblo. Las malas lenguas afirman que vendieron las cabras en la feria de Jerez, montaron una bodega, le pusieron una X delante, y ahora se estaban forrando vendiendo vino a los ingleses. La casa estaba totalmente en ruinas, pero mi abuelo encontraba en ella la soledad que buscaba para dar rienda suelta a su pasión musical. Le gustaba mucho apoyarse en el brocal de un viejo pozo, seco ya, que se encontraba en la parte trasera, cercano a los rediles para el ganado, dirigir el sonido hacia la oquedad y recibir el sonido del eco procedente del interior del pozo. Perdía la noción del tiempo y muchas veces recibió las caricias del cinturón de mi bisabuelo al aparecer por la puerta de casa, caída ya la noche, con su guitarra al hombro y una sonrisa en los labios.
La guitarra se le resbaló de las manos y se precipitó hacia el interior del pozo. Mi abuelo, en un acto reflejo, se lanzó hacia ella: el golpe fue tremendo.
Cuando recuperó el conocimiento lo primero que sintió fue el intenso dolor en la pierna y la oscuridad. Sus manos intentaron paliar el sufrimiento tanteando su articulación. Su pie izquierdo miraba en dirección opuesta a su posición natural. En su pantalón rasgado sintió algo líquido y cálido; estaba sangrando a la altura de la rodilla. Le dolía el codo y en su frente notó un buen bulto. Miró hacia la boca del pozo y solo pudo entrever un círculo difuso iluminado por la luz trémula de la luna. Buscó con sus manos en el suelo algo que pudiera ayudarle a levantarse. Cerca de él encontró su guitarra. La agarró con fuerza y la abrazó contra su pecho. Las lágrimas no tardaron en aparecer y dejó que corrieran por sus mejillas.
Mi abuelo, aunque monaguillo y de misa dominical (como todos los habitantes del pueblo en aquella época), nunca había tenido consciencia de lo que significaba el creer en Dios. Había sido educado con la idea de que existía en el cielo un ser superior y tenía que portarse bien para no enfadarle y no ir de cabeza al infierno; pero en aquella situación, malherido, solo y desesperado, le pidió ayuda. Se acordó de José, arrojado por sus hermanos a un pozo, y como Dios le ayudó a salir de allí y lo convirtió en la mano derecha del Faraón. – Dios, mío, ayúdame- gemía mientras sus manos se movían una y otra vez sobre su vieja guitarra. La vibración de las cuerdas al ser rasgadas produjo sonidos que envolvieron aquel oscuro y seco pozo y tuvieron un efecto calmante en mi asustado abuelo. Se quedó dormido con una sonrisa en los labios, mientras sus manos seguían moviéndose rítmicamente.
-La música, la música fue la que nos indicó donde estabas.- Mi abuelo escuchaba a su padre mientras intentaba darse la vuelta en la cama. Una escayola cubría su pierna derecha desde la rodilla hasta el pie. Varios vendajes envolvían su muslo, su codo y su cabeza. Miró a su izquierda y allí, apoyada contra el alfeizar de la ventana se encontraba su guitarra. Estaba intacta.
Años después mi abuelo visitó la Basílica de San Pedro ( El Vaticano) en Roma con motivo de la ordenación sacerdotal de su gran amigo Froilán “El Comeostias”. La música del órgano envolvía el majestuoso templo y mi abuelo se sintió sobrecogido ante todo aquello.
- Esto te acerca más a Dios- le dijo entre susurros un Froilán exultante de gozo.
Una fotografía muestra aquel momento.
Al fondo, presidiendo, el inmenso altar sostenido por cuatro enormes columnas de color negro. A la derecha, en un rincón, La Piedad. Mi abuelo aparece tocando el pie descalzo, desgastado, de una estatua que representa a San Pedro. A su lado, Froilan, arrodillado reza en silencio.
Detrás, con la difícil caligrafía de mi abuelo:
Nunca estuve más cerca de Dios, que en un frío y oscuro lugar con una guitarra.
Al ser su primer nieto me dejó la foto como recuerdo.
Guardo esa fotografía con mucho cariño, y siempre que escucho a Víctor Manuel me acuerdo de ella.
Sí, mi abuelo también fue picador.

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